El pasado 25 de agosto se conmemoró el aniversario número 66 del voto de las mujeres en Colombia. Mejor dicho, de haberlo conquistado. Con el acto legislativo número tres de 1954, se aprobó la reforma a la constitución política de 1886 para permitir el sufragio femenino, tras un largo proceso liderado por pioneras como Ofelia Uribe de Acosta, Rosa María Moreno, Hilda Carriazo, Esmeralda Arboleda y Josefina Valencia. Sin embargo, no fue sino hasta el primero de diciembre de 1957 cuando las mujeres colombianas pudimos acudir a las urnas para refrendar el acuerdo político que daría origen al Frente Nacional. En lo sucesivo, la representación política de las mujeres ha sido magra. Lejos estamos de la paridad, pero hacia allá debemos transitar, por el legado que ellas nos dejaron y por los sueños que tenían cuando lucharon.
Actualmente, pese a ser el 51,5% del censo electoral, tan solo hemos llegado a ocupar el 19.9% de las curules del congreso, el 17.6% de los escaños en los concejos municipales y asambleas departamentales, el 6% de las gobernaciones y el 12.1% de las alcaldías municipales. Porcentajes todavía muy bajos y lejos de visibilizar a la mitad de la población.
Nuestra ciudadanía es muy reciente y eso nos pone en desventaja cuando de participación política se trata. Los hombres se presentan tres veces más en la contienda electoral y, así mismo, tienen mayor probabilidad de ganar. En promedio, por cada 100 mujeres que lanzan su candidatura, son elegidas 6; mientras que, por cada 100 hombres, son electos 17. Esta proporción varía según el tipo de elección, si es local, legislativa o presidencial, y ha venido creciendo con el tiempo y las acciones afirmativas; pero revela una realidad en la que se sigue excluyendo a las mujeres de los lugares donde se toman las decisiones públicas más importantes.
Existen figuras femeninas que ocupan importantes lugares de poder, como la vicepresidencia o la procuraduría. Eso es un paso, pero es insuficiente cuando, primero, son tan pocas; segundo, su visión no cubre a la diversidad de las mujeres colombianas; y, tercero, no desafían la cultura política patriarcal. Justamente, por ello, requerimos la apertura de un proceso de elección en el que, al menos, el 50% de las candidaturas, de los escaños, de los gabinetes ministeriales y de los cargos unipersonales de elección popular, sean ocupados por mujeres.
Incentivar la incursión de las mujeres en la política es necesario para lograr la ampliación de la democracia. En este sentido, la ley 1475 de 2011 resultó ser un paso fundamental, pues obligó a los partidos políticos a tener como mínimo un 30% de cada género en las listas para la conformación de las corporaciones públicas.
Muchas personas señalan que este tipo de discriminación positiva no es útil o, incluso, es contraproducente. Lo cierto es que, de no haber sido por ella, las mujeres no superarían el 15% de la participación en las campañas electorales y difícilmente tendrían más que el 12,5% de ocupación en los cargos de elección popular, tal como ocurría antes del año 2010.
No todas las mujeres somos iguales, es cierto, no a todas nos afectan las mismas cosas y de la misma manera; pero sobre todas nosotras recaen estereotipos y roles de género que nos moldean y limitan nuestras posibilidades. Así queramos, no podemos quitarnos el sexo al hablar en una tribuna, ante un parlamento o un medio de comunicación. Así lo evitemos, todos los demás nos recordarán nuestra genitalidad para hablar sobre nosotras, para categorizarnos, para criticarnos o, incluso, para exaltarnos.
Buena parte del problema es que, la mayoría de las veces, estos roles han operado como obstáculos para el ejercicio de las libertades y derechos ciudadanos. Fueron estos mismos los que impidieron que las mujeres votáramos antes de 1957. Los argumentos para justificar la falta de igualdad tendieron a la infantilización; se nos acusaba de ser seres inferiores frente a los varones o incapaces de tomar decisiones racionalmente. Parece un pensamiento obtuso, pero fue suficientemente poderoso para mantenernos marginadas de la esfera pública durante mucho tiempo y aún cala hondo, en las narrativas y la opinión pública.
Hoy en día, para invisibilizar la falta de paridad, se aduce el argumento de la meritocracia y la tecnocracia. Francamente, el mérito no ha sido nunca el rasero con el cual medimos y elegimos a nuestros gobernantes, y no tendría por qué serlo. El criterio mínimo de la representación es lo que caracteriza a las democracias modernas. La representación democrática, en teoría, se trata de elegir personas que entiendan las necesidades, los problemas de las poblaciones y los atiendan eficientemente, de acuerdo con una priorización y una perspectiva ideológica.
En Colombia, existe representación étnica y territorial, basada en la proporcionalidad de la población; entonces ¿por qué seguimos omitiendo la representación más obvia de todas, la sexual? Sí somos más de la mitad de la población, ¿por qué seguimos siendo tan pocas en la participación política? Sí, durante años, el género fue lo que nos mantuvo apartadas de la política ¿por qué no se entiende la necesidad de usarlo como un elemento de refuerzo positivo?
Ahora, la representación basada en este tipo de características sociales y demográficas establece tan solo un mínimo. Por supuesto que exigir la paridad no es un fin en sí mismo. Es, más bien, un medio para ampliar el espectro y posicionar otras agendas relevantes que, hasta el momento, han sido desatendidas o vagamente discutidas. Estas agendas involucran aspectos como la inequidad en la carga de trabajo no remunerado, la violencia sexual, las dificultades diferenciadas para acceder al empleo, a la tenencia de la tierra o, incluso, a los créditos bancarios.
Más mujeres en la política -diversas, lideresas, disruptivas- sí la pueden transformar. Más mujeres en política nos hablaría de una participación real y equitativa en las instituciones del Estado.