Colombia, descontenta con el gobierno, se manifiesta pacífica y masivamente en contra del rumbo que lleva el país. Miles de personas protestan a través de los medios que tienen aún disponibles: caminando en la vía pública, haciendo ruido con sus cacerolas o emitiendo opiniones en redes sociales. ¿Qué hace el gobierno? Trasmite discursos conciliadores y medio ambiguos, interrumpe movilizaciones ciudadanas con agentes armados y justifica la crisis nacional con razones externas. Mientras tanto, hechos violentos en los que, si bien nadie ha muerto, de acuerdo con el discurso oficial, personas han sido gravemente agredidas tanto físicas como psicológicamente, tanto por autoridades como por irrespetuosos del orden público y del derecho ciudadano. ¿Quiénes han sido esos irrespetuosos? Algunos dicen que infiltrados del gobierno para desviar la protesta de su objetivo legítimo. Otros dicen que son parte del grupo de personas que protestan, llevando sus ideales políticos al extremo del vandalismo. También están los que piensan que son amantes del caos, sin afiliaciones políticas definidas, buscando satisfacer un placer anarquista, un fetiche por el desorden. La violencia perpetuada por diferentes actores tiene al menos dos resultados opuestos, muy relacionados con la condición de subjetividad humana. Uno de los resultados es el miedo. Se teme por la integridad física, se prefiere permanecer bajo perfil. El otro resultado es la ira, un sentimiento que conduce a la violencia física o verbal. En conclusión, las agresiones, de dónde vengan, logran restarle fuerza a la demanda por el cambio. Entonces, tal vez sea necesario repensar el contexto y preguntarse si protestar de esas maneras tradicionales realmente logrará algo diferente, o si es hora de buscar otro tipo de expresión que no dé cabida a la agresión.