En tiempos de ascensos políticos de orden extremista, tendenciosos a posiciones que enaltecen la unidad, el orden, la privatización y las estrategias heteronormativas, es menester fortalecer los tejidos de sororidad[1] con miras a incentivar un contrafuerte político, que defienda la diversidad y la libertad de los históricamente oprimidos por del sistema moderno/colonial/capitalista: los sectores económicamente vulnerables, los “étnicamente diferenciados” y las mujeres, en su diversidad.
Que reine la ultraderecha en el mundo puede ser interpretado como una tendencia global a encaminar regresiones políticas; esto es, retroceder para ratificar posiciones restrictivas en el ámbito social y de derechos, que en lugar de intentar comprender y enfrentar los hechos que rompen los esquemas binarios modernos y ponen en entredicho las posiciones liberales burguesas, apuntan, por el contrario, a negarlas.
Lo anterior puede ser explicado al menos por dos razones: por una parte, al estar regidos por un sistema sostenido por una dinámica lineal de la economía -cuya pretensión es la acumulación-, cuando falla el crecimiento sostenido, se genera una incertidumbre social sobre el sueño de riqueza y se extiende un miedo colectivo, fundado en el temor a la pobreza.
En este sentido, si las posiciones de ultraderecha se inspiran en estrategias conservadoras frente a la propiedad, el incremento del PIB y una promesa de invertir en la mejora de los estándares de bienestar -una vez se alcance la solvencia-, es entendible -quizás no justificable- que los votantes inclinen sus elecciones hacia propuestas que fortalezcan la dinámica capitalista de cada nación, así eso implique perder la posibilidad de ejercer derechos fundamentales, se restrinja la cobertura de derechos sociales y económicos -bajo el argumento de la escasez- y, finalmente, quede en una promesa (sin fecha de cumplimiento) revertir la riqueza en la satisfacción de las necesidades básicas de la población.
Por otra parte, es más fácil ratificar los paradigmas que cuestionarlos, así esto implique negar los hechos que tejen las realidades contemporáneas; en otras palabras, es más fácil sostener dinámicas coercitivas y represivas, que dar lugar a la construcción de entendimientos plurales y colectivos sobre la diversidad.
Se aduce, entonces, que las consecuencias de la emergencia de dirigencias ultraderechistas son multidimensionales y escalonadas; es decir, repercutirán en diferentes ámbitos de la sociedad (cultura, economía, política, ambiente) y su impacto cobrará distintos matices de intensidad en el tiempo. Sin embargo, en contextos como estos, una de las dimensiones que puede padecer un mayor grado de afectación, son los asuntos de género, especialmente los temas vinculados con la equidad y la diversidad, pues al estar ligadas dichas dirigencias a posiciones conservadoras y religiosas, pueden llegar a desconocer derechos o restringir el ejercicio de los mismos.
A su vez, pueden llegar a tildar a los miembros de la comunidad LGBTI de parias o, incluso, puede potenciarse la vulneración directa sobre los sujetos, como individuos y como pertenecientes a colectividades que reivindican los feminismos, la libertad y diversidad sexual y de género.
La sororidad, entonces, se presenta como una opción necesaria, casi obligatoria si lo que perseguimos es disentir para corregir las intenciones fascistas, que demarcan el transitar de las dirigencias políticas de potencias mundiales, como lo son, por ejemplo, Estados Unidos, algunos países de Europa central y el caso más reciente: Brasil.
En contextos como estos, donde la coerción se hace evidente, el llamado a la sororidad es un grito de urgencia. Aunque si es pensado con mayor precisión, el llamado se extiende a la población en general, pues si bien en dichos esquemas se refuerza la discriminación de manera evidente y frontal, los subtextos androcéntricos rigen la sociedad y, también en silencio, restringen el avance de los derechos de las mujeres y de la comunidad LGBTI. Por ejemplo, ¿no es un acto silencioso y de nula sororidad, que una magistrada de la Corte Constitucional colombiana haya promovido una sentencia para reducir las semanas que permiten el aborto legal y así restringir, de forma subrepticia, el derecho al aborto? ¿no es un acto silencioso de mentalidad heteronormativa, que en menos de 5 años hayan sido reportados 690[2] víctimas LGBTI, en Colombia, y no haya denuncia pública? ¿Acaso son menos ciudadanos y su vida es menos relevante por elegir orientaciones sexuales y de género distintas?
En tiempos cuando en democracia se elige al fascismo y, de no ser el caso, se reafirman las tendencias patriarcales, la sororidad como unión ético-política femenina debe fortalecerse, al menos, con tres intenciones: primero, deberá abordar las afectaciones y solidaridades locales, dejando de lado los esencialismos para evitar encubrimientos de clase y raza. Segundo, deberá apuntar a una sororidad pública y global que permita denunciar con eco mundial las vulneraciones directas o indirectas que padecen las mujeres, entre ellas el feminicidio. Tercero, la lucha desde la sororidad deberá extrapolarse a la defensa de los derechos de la comunidad LGBTI, pues ellos tal y como nosotras, tenemos algo en común: vivimos bajo el manto del patriarcado y las leyes de la heterosexualidad.
¡Basta ya! La denuncia de los micromachismos, pero también los machismos de alto alcance, deberán trascender la esfera privada para alcanzar una voz contundente en la esfera pública, de cara a generar conciencias colectivas.
[1] “La sororidad como hermandad entre las mujeres tiene que ver con lo que hacemos para dejar de pensar que las mujeres representan una competencia y una amenaza (cómo se nos ha educado) y basar nuestros vínculos en el apoyo, la empatía y la solidaridad teniendo en cuenta que todas tenemos algo en común: somos mujeres viviendo en un sistema patriarcal” en Colacito, Florencia Breve historia de la sororidad: ¿Qué significa y por qué es tan importante? VER
Ver, Lagarde Marcela Pacto entre mujeres VER
[2] Colombia Diversa, base de datos cifra-violencia. VER