El pasado 11 de octubre se conmemoró El Día Internacional de las Niñas, el cual pretende fomentar el reconocimiento de sus derechos e invitar a la puesta en marcha de acciones que les permitan desarrollar sus habilidades y su potencial como seres humanos. En una fecha como esta es inevitable reflexionar sobre las distintas complejidades a las que deben enfrentarse por el simple hecho de haber nacido niñas. Definitivamente, las desigualdades de género empiezan muy temprano, y una de las problemáticas que marca en mayor medida la diferencia entre hombres y mujeres es el embarazo a temprana edad.
Latinoamérica y el Caribe son las subregiones con la segunda tasa de embarazo adolescente más alta en el mundo, superada por África Subsahariana. De acuerdo con información de la OPS, OMS, UNICEF y UNFPA, mientras que a nivel mundial se registra una tasa de 46 nacimientos por cada 1.000 adolescentes entre 15 y 19 años, en Latinoamérica y el Caribe la cifra asciende a 66,5 en el período comprendido entre 2010 y 2015. Si bien es cierto que en los últimos 30 años la tasa de fecundidad en adolescentes se ha reducido, es preciso resaltar que esta región es la única en el mundo en la cual los embarazos en niñas menores de 15 años se han incrementado.
El panorama en Colombia no es muy disímil al regional. Según el DANE, en 2016, una de cada cinco mujeres embarazadas eran menores de 19 años. Aunque la tasa de embarazos de adolescentes entre 15 y 19 se ha reducido – con cierta dificultad– en las últimas décadas, resulta alarmante el incremento de los embarazos de niñas menores de 15 años.
Para entender mejor la situación de las jóvenes colombianas, conviene traer a colación las siguientes cifras: De acuerdo con Profamilia, pese a que es delito que los adultos mantengan relaciones con menores de edad, el 49% de las embarazadas menores de 15 años, tuvieron hijos con hombres 6 años mayores, el 19% con hombres 10 años mayores y el 5% con hombres 20 años mayores. Como si esto fuera poco, la tercera parte de las adolescentes que han estado embarazadas nunca ha estado en unión. Entre las que sí permanecen con su pareja, el 55% han sufrido violencia por parte de su pareja antes de cumplir el primer año de unión. Además, el 52% de las adolescentes embarazadas son hijas de madres adolescentes. Esto es grave, pues evidencia la perpetuación de las trampas de pobreza y del machismo en nuestra sociedad, relegando la responsabilidad paterna a un segundo plano.
Para nadie es un secreto que estos embarazos son más frecuentes en segmentos de población con alta vulnerabilidad económica y social. Aunado a lo anterior, una vez que una niña queda en estado de embarazo, inmediatamente sus derechos son aún más vulnerados. ¿Por qué? Porque difícilmente pueden continuar sus estudios, afectando así las posibilidades de vincularse con éxito laboralmente. En un mercado de trabajo cada vez más competitivo, en el cual la capacitación y las redes de contacto son un imperativo para acceder a un empleo formal, en el mejor de los casos estas niñas tienden a quedar relegadas a asumir actividades de baja remuneración.
A nivel de salud también se ven vulneradas. Las adolescentes son las que presentan mayores riesgos de mortalidad materna, asociadas a complicaciones durante y después del embarazo; de hecho, esta es una de las principales causas de muerte en las menores de 19 años. Así mismo, la mortalidad infantil también es mayor, pues dada la situación de precariedad económica o por el simple hecho de que el cuerpo de la madre no esté completamente listo a nivel biológico para llevar a un niño, inciden negativamente en el peso y talla del bebé, y en las posibilidades de supervivencia en las primeras semanas de vida.
A nivel psicológico, social y cultural las niñas quedan estigmatizadas de por vida, presentando mayor dificultad de encontrar una pareja estable, se enfrentan a mayores aprietos en el proceso de crianza de sus hijos, pues aún se encuentran en el proceso de construcción de su propia identidad y en la mayoría de ocasiones emprenden esta tarea bajo la carga que supone ser una madre soltera o de enfrentar conflictos con la pareja, como se mencionó en líneas previas.
Así las cosas, son las niñas y futuras mujeres quienes padecen las consecuencias de un embarazo a temprana edad, viendo truncada la oportunidad tanto para ellas como para las siguientes generaciones de salir de la pobreza, del abandono, de la exclusión social y de desarrollarse a la luz de sus libertades individuales. Claramente no estamos haciendo lo suficiente o lo que es peor, no estamos haciendo las cosas lo suficientemente bien.
Para aminorar esta problemática, lo común es hacer alusión a la promoción de una mayor educación sexual para los jóvenes. Con respecto a esto, me permito mencionar que debería ser obligatorio hablar sobre el tema no sólo hasta llegar al bachillerato, sino desde mucho tiempo atrás para que los niños crezcan con una relación consciente con su cuerpo. Si bien es cierto que brindar información y acceso a métodos anticonceptivos es necesario, no es suficiente. La problemática va mucho más allá.
Los embarazos adolescentes no sólo se presentan en jóvenes desinformados. Aproximadamente el 40% de embarazos son deseados. De modo que por más que tengan educación sexual y acceso a métodos de planificación, si no se emprenden otro tipo de acciones, esta problemática persistirá.
Como consecuencia del arraigo de nuestros hábitos de pensamiento a una cultura patriarcal, los embarazos adolescentes muchas veces obedecen a las disposiciones que da la sociedad frente al rol de la mujer. Históricamente, a la mujer se le han atribuido roles pasivos de cuidadora, esperando que se desempeñen como madres, esposas y amas de casa; en contraste, a los hombres se le han otorgado los roles activos asociados a la provisión de bienes, al poder y a la fuerza.
Entonces, en un contexto de abandono por parte del Estado, de necesidades básicas insatisfechas, de pocas oportunidades para superarse y de exclusión social es razonable pensar en el deseo de las niñas de ser madres como única alternativa para lograr tener un pequeño lugar en la sociedad, ser reconocidas como mujeres y sentirse mínimamente realizadas.
Considero que, en efecto, hombres y mujeres sí somos radicalmente distintos en todo y cada género tiene, en principio, sus propias fortalezas. De esta manera, no tiene mucho sentido pensar en igualarnos a ellos, sino más bien complementarnos bajo la garantía de los mismos derechos. Para ello, debemos desarraigarnos de esta cultura patriarcal que tanto nos carcome. Todos tenemos derecho a soñar, a aprender y a desarrollar nuestras habilidades para hacer del mundo un lugar mejor. Todos tenemos derecho a vivir una vida libre y digna. En este sentido, las acciones dirigidas a reducir el embarazo adolescente deben, ante todo, llevar un mensaje de empoderamiento hacia las niñas y mujeres, y de responsabilidad hacia los niños y hombres.
Este no es un asunto de ellas, es un asunto de todos: gobierno, empresa privada, tercer sector y ciudadanía. Debemos llegar a ellas, principalmente a las que se encuentran en condiciones de mayor vulnerabilidad socioeconómica, para mostrarles que no están solas y que tienen todo el poder para ser las lideresas de sus vidas.