Foto por Jacek Dylag en Unsplash
El maltrato contra la mujer puede tomar formas tan sutiles al punto de llegar a estar normalizadas y, lo que es peor, justificadas por la sociedad. Es momento de hacer un alto y reflexionar sobre cómo las mujeres, día tras día, e incluso, a veces sin darnos cuenta, vivimos situaciones de acoso, burla, intimidaciones, humillaciones, que sobrepasan los límites del respeto.
Pareciera no quedarnos otra opción que vivir a la defensiva. Estos agravios, así como misiles en tiempos de guerra, provienen de todas partes y no distinguen edad ni clase social. Pueden provenir de extraños. Como cuando el presidente de Deportes Tolima, Gabriel Camargo, por ejemplo, se refirió al fútbol femenino como un “caldo de cultivo del lesbianismo”, prolongando los estereotipos de género, minimizando las habilidades que las mujeres puedan tener para este deporte y discriminando a aquellas que tengan distintas preferencias sexuales. Es alentador saber de la indignación generada por este tipo de comentarios y que el gobierno tenga intenciones de tomar cartas en el asunto; habrá que seguir haciendo control social para que el tema avance satisfactoriamente.
Otro tipo de agresiones que es aún más cotidiano y sigiloso es el acoso callejero. Piropos, silbidos, miradas obscenas, roces premeditados, entre muchas otras formas de acercamiento que lejos de ser un halago, generan en nosotras intimidación, inseguridad y vergüenza. Son conductas que se caracterizan por la cosificación y sexualización de la mujer. Suponen la existencia de una relación de poder del hombre frente a la mujer, la cual justifica la conducta y nos obliga a restringir nuestros movimientos, nuestra forma de vestir, nuestros horarios de salida a la calle, en breve, nuestras libertades.
El hostigamiento callejero se encuentra tan normalizado que actualmente hay un nivel mínimo de informes y estadísticas que permitan caracterizar el problema a nivel mundial y, en este sentido, a identificar alternativas de solución. No obstante, los pocos datos existentes son alarmantes. Según la ONU Mujeres, entre 8 a 9 de cada 10 mujeres encuestadas en México declararon haber experimentado situaciones de acoso callejero. Las cifras se mantienen en el mismo orden para Brasil y Argentina.
Resulta aún más doloroso cuando las faltas de respeto vienen de aquellos con quienes existe un vínculo afectivo: compañeros, amigos, familiares e inclusive la pareja. No falta el compañero de trabajo o el jefe que decide tomarse atribuciones excesivas, llevando a la mujer a un estado de estrés donde en el peor de los casos no queda otra opción que presentar la carta de renuncia. En eventos sociales nos andamos con cuidado de no pasarnos de tragos para que aquellos a quienes llamamos amigos no se aprovechen de nuestro cuerpo. Es irrespeto cuando los hombres no nos hablan claro desde el principio al cortejarnos, nos endulzan el oído para satisfacer sus propios intereses, pasando por encima de nosotros, jugando con nuestros sentimientos, desorganizando nuestro mundo, apuñalando nuestras vidas.
No obstante, es preciso remarcar que la inocuidad del maltrato hacia la mujer no proviene únicamente de los hombres; es triste, pero en ocasiones estas faltas de respeto también surgen de las mujeres. Y no es un asunto menor, según el Workplace Bullying Institute, en Estados Unidos, en más del 67% de los casos de mujeres maltratadoras, la víctima es otra mujer.
En muchas ocasiones, lo que menos mostramos entre nosotras es solidaridad. Cuando criticamos a otra mujer porque se maquilló de tal manera o no lo hizo, porque prefiere un look chic a uno descomplicado, porque usa o no tacones, porque lleva el cabello liso o crespo, rubio o negro. Cuando criticamos a otra mujer porque publica fotos en redes sociales, por como posa, porque posa sola o acompañada. Cuando juzgamos la vida ajena, sin considerar que cada una tiene una batalla que librar.
Se ha vuelto normal competir unas con las otras para agradar al sexo opuesto, en lugar de competir con nosotras mismas para lograr nuestra mejor versión. Juzgamos a nuestras congéneres a manera de entrenamiento, pues es una forma sencilla de ocultar la falta de amor propio. Al igual que con las agresiones que provienen de los hombres, este tipo de actitudes lo único que hacen es daño, golpeando nuestra autoestima y, nuevamente, coartando nuestras libertades.
Para nadie es un secreto que cambiar nuestras instituciones- entendidas como hábitos de pensamiento-, creencias y costumbres es una de las tareas más difíciles para cualquier persona. El hecho de entenderlas como “lo correcto” o “lo normal” le otorgan una peligrosa invisibilidad que las perpetúan de generación en generación. Es por ello que es importante cuestionarnos y generar consciencia de que nada de lo mencionado en las líneas previas es “normal” ni “correcto”, pues este es el primer paso para el cambio.
Sin embargo, no se trata solamente de reconocer los perjuicios que generan este tipo de actitudes, sino también de ser actores de cambio. Educar desde la familia es supremamente importante (aunque también desde las instituciones educativas), ya que es donde adquiere, en primera instancia, los patrones de conducta. Pese a que no se trata de una fórmula mágica, hacer el esfuerzo de interiorizar la equidad de género, el valor y el respeto hacia la mujer en los menores a través de los juegos, de las palabras y, sobre todo, de las acciones cotidianas se vuelve imperativo. Se trata de cambiarse a uno mismo, para entonces cambiar el mundo.
Entonces, los invito a que en 2019, sea un propósito valorar y respetar, día tras día, a las mujeres que nos crucemos en el camino. Evitemos gestos, bromas, expresiones o acciones destructivas tanto de hombres hacia mujeres, como entre mujeres. ¡Proclamemos desde nuestra individualidad la libertad de ser!