El 8 de octubre, Mutante lanzó una iniciativa que se llama #HablemosDeLasNiñas con el propósito de crear espacios para conversar sobre y plantear soluciones a la violencia sexual que viven niñas, niños y adolescentes en Colombia. Es un problema que ha crecido en los últimos años -con cifras de 15.131 delitos contra menores de 14 años denunciados en 2017, y 15.408 casos entre enero y agosto de 2018-, lo que demuestra que no se han desarrollado medidas de respuesta y reparación efectivas. Resulta paradójico que un tema que recibe tanta exposición por parte de los medios de comunicación y en debates políticos sea tan poco atendido, tal vez precisamente porque no pasa de la escandalización del momento, sin que haya un esfuerzo real por comprenderlo y enfrentar sus causas estructurales. En esta columna me interesa explorar las situaciones que viven los menores de edad víctimas de estos delitos sexuales, las barreras sociales e institucionales que dificultan su acceso a la justicia y la restauración de sus derechos, y algunas propuestas para lograr cambios profundos en nuestra cultura y Estado que mejoren las condiciones de vida de los niños y nuestras respuestas a la vulneración de sus derechos.
Para comenzar a analizar esta problemática, es importante entender que los delincuentes no suelen ser “aparecidos”, depredadores que están a la caza de niños vulnerables para atacarlos. En casi el 70% de los casos reportados a Medicina Legal, los agresores son familiares o conocidos por los menores, y uno de dos es un caso de abuso sexual incestuoso. Tener esto en cuenta nos obliga a pensar en unas dinámicas de relación y violencia mucho más profundas que las referidas sólo a los deseos sexuales del agresor. Estamos ante escenarios en los cuales éstos tienen un acceso fácil a los niños, quienes les tienen confianza, en muchas ocasiones los quieren, los respetan, les creen. Juegan con ellos, aceptan sus proposiciones, incluso cuando no se sienten bien, cuando estas personas empiezan a invadir sus espacios personales, no se atreven a resistirse y llegan a sentir temor por alguien que aprecian. Empiezan a vivir situaciones que son confusas y ambivalentes para ellos y que se prolongan en el tiempo, con una mezcla de vergüenza y culpa que, en muchas ocasiones, ni su familia, ni la sociedad, ni las instituciones educativas o de apoyo a la familia, ni el sistema de salud, ni la justicia mitigan y, más bien, con frecuencia tienden a profundizar. Cuando a las víctimas de violencia sexual se les pregunta cuántas parejas sexuales han tenido, cómo vestían, si no lo habían provocado, si les había gustado -sí, eso mismo les preguntan a mujeres de 45 y a niñas de 10 años-, lo que se está haciendo realmente es atribuirles la responsabilidad de lo que les ocurrió, forzándolas a revivir a través de sus testimonios una y otra vez esas agresiones sexuales sin ninguna consideración por sus emociones y los efectos nefastos que estas experiencias tienen sobre su salud, pues muchas de ellas terminan sufriendo de desórdenes gastrointestinales y ginecológicos, depresión, estrés postraumático, abusos de sustancias e incluso conductas autolesivas y suicidas, entre otros efectos fisiológicos y psicológicos. Así, como dicen Carolina Gutiérrez y Juan Camilo Maldonado, “son condenadas a vivir un trauma sin justicia ni sanación” (El Espectador, 8 de octubre de 2018). Éste es el costo de denunciar y entrar en largas batallas judiciales de las cuales, según cifras de 2017 de la Fiscalía, sólo 5,6% de los casos resultan en condenas -92% quedan en el limbo, sin condena ni absolución. Con un panorama tan desalentador, no sorprende que no se denuncie el 78% de los delitos sexuales.
Denunciar un delito sexual implica una ruptura con el orden social, con las estructuras violentas y machistas que propician este tipo de agresiones desde un principio. Lo que sorprende de algunos casos de violencia sexual no es que ocurran, conociendo la cercanía de los agresores a las víctimas, sino que hay otras personas que se enteran y lo encubren, o prefieren culpar a los niños, niñas y adolescentes por esos comportamientos que les hacen tanto daño. Esto lo hemos visto numerosas veces, por ejemplo, con los casos de los abusos sexuales perpetrados por sacerdotes; la respuesta de Bernardo Álvarez, obispo de Tenerife, al ser confrontado con los hechos fue decir que “hay adolescentes de 13 años que son menores y están de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso si te descuidas te provocan” (citado por Juliana Martínez, Sentiido, 21 de enero de 2016). En estos escenarios se combinan dos factores nefastos que afectan profundamente a los menores: un pacto de silencio, por el cual la sociedad, los miembros de sus familias y ellos mismos piensan que el abuso sexual es normal, o más bien, que no es abuso, que es deber de las mujeres y los niños atender a los hombres y adultos que están por encima de ellos, como si sus deseos y autonomía no importaran; y una gran falta de educación sexual que hace que los niños y niñas no conozcan sus cuerpos, no se sientan dueños de ellos y no sepan establecer límites en el acceso que otras personas tienen sobre ellos. Es algo tan simple como que aprendan a decir: “no me siento cómodo” y que sus palabras sean escuchadas, que se reconozca que es válido que se opongan a los deseos de los adultos, en vez de hacerlos sentir que su deber es complacer a los demás sin tener en cuenta sus sentimientos y bienestar. Esto no va a ser posible en una sociedad que sigue estigmatizando la educación sexual como si fuera algo que busca despertar el apetito sexual de los niños, en vez de reconocer su importancia para prevenir y atender a tiempo los casos de abuso.
Estamos enfrentando un problema cultural muy profundo que perpetúa ambientes violentos para las niñas, niños y adolescentes, donde los delitos sexuales son sólo una manifestación de otras formas de abuso y violencia intrafamiliar, la mayoría derivadas de estereotipos de género y relaciones asimétricas de poder que las permiten. Las denuncias contra las figuras de autoridad, ciegamente respetadas, generan rechazo por el deseo que se tiene de mantener el status quo, de exonerar a los agresores a toda costa. Muchas veces se obliga a las víctimas a callar porque su familia depende económicamente del agresor, teme perder oportunidades o sufrir un retroceso social si lo denuncian. Los escenarios sociales hostiles contra las víctimas y barreras en el acceso a la justicia, salud y, cuando lo necesitan, el aborto -que no están recibiendo, pues 5.804 niñas menores de 14 años fueron madres en 2017, todas ellas teniendo el derecho a abortar, pues según el Código Penal sus embarazos siempre pueden considerarse producto de una violación- demuestran que en el fondo se prefiere mantener el orden social como está, que incluye la impunidad, y no se está pensando en el bienestar de las víctimas.
No es accidental que en los medios de comunicación se resalten tanto casos como el de Yuliana Samboní y Génesis Rúa, niñas muy pequeñas que perdieron la vida en manos de sus agresores, y tan poco casos en los cuales las víctimas sí sobreviven, denuncian, y son revictimizadas sistemáticamente. Los casos que más se visibilizan son utilizados con fines políticos, para promover medidas muy populistas, como la cadena perpetua o la castración química a violadores, que son poco efectivas -porque no están basadas en estudios de impacto, no resuelven los problemas estructurales que causan estos delitos, ni prevén que un aumento de penas puede hacer más difícil denunciar, teniendo en cuenta la cercanía de los agresores y la asimetría de las relaciones de poder en la que se encuentran-, sin hablarse de las necesidades de las víctimas que no está satisfaciendo el Estado. Deben desarrollarse medidas institucionales para proteger los derechos de niños, niñas y adolescentes, especialmente en escenarios donde son vulnerables. Estas medidas deben contemplar, por un lado, la prevención, y, por otro lado, la respuesta temprana y efectiva en los casos que ya se han dado, para combatir el silencio y fortalecer la justicia. Para prevenir los delitos sexuales, además de mejorar el acceso a la educación sexual con un enfoque de género que empodere a los niños y niñas, que incite su liderazgo, voz y autonomía, es necesario fortalecer a las familias. No se busca mantener unas estructuras familiares heteronormativas rígidas, sino crear escenarios de apertura y confianza en su interior, donde sea posible hablar de violencia sexual, incluso antes de que ocurra, para que los niños se sientan reconocidos y encuentren un apoyo siempre que lo necesiten.
Las respuestas a la violencia sexual, por su parte, deben pensarse desde un enfoque de resolución de conflictos, que tenga en su centro a las víctimas, en vez de objetificarlas como se da cuando son utilizadas para extraer de ellas evidencias y testimonios, sin pensar en sus necesidades y las de sus familias. Las víctimas que denuncian deben tener garantías judiciales: conocer el avance de los procesos, los castigos previstos -con voz, de ser posible, para escoger entre ellos-, las medidas de resocialización a las que los agresores serán sometidos, tener claridad sobre la interrupción voluntaria del embarazo, cuando es necesaria, y recibir un apoyo por parte de su familia y comunidad para incentivar las denuncias. También es necesario que se fortalezca la rama judicial -como debe lograr la reforma a la justicia- para descongestionarla, lograr que los casos avancen con mayor velocidad y que deje de existir la sensación de que no sirve de nada denunciar por la impunidad. Nuevamente, es importante que se escuche a las víctimas, que se les dé credibilidad a lo que dicen, y que sus testimonios sean grabados con cámaras de Gesell -como está previsto por la ley- para que no tengan que repetirlos sistemáticamente ni haya una revictimización cuando denuncian y los agresores son enjuiciados. Debe buscarse la reparación de las víctimas, con una atención psicológica adecuada, algo que en la actualidad no se cumple porque no les agendan estas citas médicas a tiempo y les cambian con frecuencia a sus terapeutas, impidiendo que se desarrollen planes terapéuticos efectivos y a largo plazo. Y, cuando los que los agresores son declarados culpables, es importante que se fortalezca un enfoque terapéutico para lograr su resocialización, ya que en muchos casos estos agresores también fueron víctimas de violencia y necesitan una atención psicológica y psiquiátrica seria pues, las cárceles, en sí mismas, no resuelven conflictos sociales profundos.
Esta columna se basó en las siguientes noticias y reflexiones presentadas por La Red Mujeres de La Silla Vacía, Sentiido, Semana, El Heraldo, Vanguardia Liberal, VICE, Canal 1, El Colombiano, El Espectador, el podcast “No Es Hora de Callar” de El Tiempo y el canal de Youtube de “Las Igualadas”:
Noticias, reportajes y entrevistas:
““La violencia sexual es parte de una cultura machista y agresiva””, Semana, 6 de diciembre de 2016. VER
“Prisión perpetua a violadores de niños: ocho años de promesas”, Semana, 6 de diciembre de 2016. VER
María Paula Rubiano, ““Cadena perpetua no evita delitos contra niños”: penalista Iván González”, El Espectador, 16 de enero de 2017. VER
“Cada hora 16 mujeres son víctimas de violencia sexual en Colombia”, Semana, 17 de agosto de 2017. VER
Julia Alegre Barrientos, “Tres armas para frenar los abusos sexuales contra niños en Colombia”, El Tiempo, 29 de abril de 2018. VER
Nancy Torres Leal, “‘Urge endurecer penas contra los abusadores de menores de edad’: ICBF”, Canal 1, 4 de octubre de 2018. VER
Carolina Gutiérrez Torres y Juan Camilo Maldonado, “En Colombia, la violencia sexual comienza por casa”, El Espectador, 8 de octubre de 2018. VER
Richard Aguirre Fernández. “Violencia sexual contra menores de edad aumenta en Colombia”, El Colombiano, 11 de octubre de 2018. VER
Lucrecia Caro Gómez, Carolina Gutiérrez y Juan Camilo Maldonado.
“¿Cómo hablar sobre violencia sexual con tu hija? #HablemosDeLasNiñas”, El Espectador, Youtube, 12 de octubre de 2018. VER
Tomás Betín, “La cadena perpetua contra violadores y asesinos de niños, de vuelta al ruedo”, El Heraldo, 14 de octubre de 2018. VER
Juan Camilo Maldonado Tovar, “El costo de denunciar a un agresor sexual”, El Espectador, 14 de octubre de 2018. VER
Laura Natalia Cruz y Lia Valero, “La maternidad forzada de las niñas colombianas”, VICE, 24 de octubre de 2018. VER
“Progresa en el Congreso el proyecto de castración química para violadores de niños”, El Espectador, 24 de octubre de 2018. VER
Juliana Martínez, Laura Cruz y Mariángela Urbina. “¿Voluntaria o forzada? La maternidad de las niñas colombianas”,
El Espectador, Youtube, 25 de octubre de 2018. VER
“"Alentamos a las víctimas de otros casos a que denuncien": exalumnos del San Viator”,
El Espectador, 27 de octubre de 2018. VER
Espacios de opinión:
Juliana Martínez, “Pederastas en primera plana”, Sentiido, 21 de enero de 2016. Ver
Juliana Martínez, “Feminicidio: crónica de una muerte anunciada”, Sentiido, 4 de mayo de 2017. Ver
Erika Gutiérrez, “Por las niñas de América Latina, ¡no es hora de callar!”, Sentiido, 28 de noviembre de 2017. Ver
Alejandra Coll Agudelo, “Réquiem para Génesis”, La Silla Vacía, Red Mujeres, 5 de octubre de 2018. Ver
Juan Manuel Charry, “Cadena Perpetua: Fácil aumentar penas, difícil mejorar el Estado”, Semana, 9 de octubre de 2018. Ver
Rocio Pineda-García, “¿Por qué las niñas?”, La Silla Vacía, Red Mujeres, 17 de octubre de 2018. Ver
Las Igualadas, “¿Cómo evitar que sigan violando y matando niñas?”, El Espectador, Youtube, 17 de octubre de 2018. Ver
Juliana Martínez, “No son monstruos, son familiares”, Vanguardia Liberal, 18 de octubre de 2018. Ver
No es hora de callar, “Hoy y siempre, hablemos de las niñas”, El Tiempo, 23 de octubre de 2018. Ver