Hace poco tiempo, se estrenó por Netflix una película de Sam Levinson, titulada Malcom & Marie (2021). Este filme, que puede resultar tedioso para ciertas personas, fue grabado en tiempos de pandemia y, por lo tanto, se limita a una sola locación y al diálogo permanente entre dos únicos personajes, interpretados por Jhon David Washington y Zendaya. Él personifica a un director de cine que acaba de estrenar una película exitosa y ella es su pareja, una mujer de 25 años.
La relación tóxica se desarrolla a través de diálogos repletos de reproches, confrontaciones, sinceridad hiriente y pasión desbordante. El centro del conflicto es, en esta ocasión, que Malcom ha olvidado incluir a Marie en su discurso de agradecimiento. Aunque la película no se basa en hechos reales, reproduce una situación que puede intuirse como recurrente en otros campos de la cultura ¿Cuántas mujeres no han estado a la sombra de los grandes artistas y escritores, dedicándose a su cuidado y al de su familia, mientras ellos se entregaban a su gran obra? ¿Cuántas incluso no se han despojado de su dinero y pertenencias materiales para que el mundo viera la belleza que sus compañeros podían crear?
Los grandes registros de la literatura, por ejemplo, no hubieran sido posibles sin el trabajo no remunerado, y la más de las veces no reconocido, de las mujeres que han asumido el rol de secretarias, cuidadoras y proveedoras de sus hogares. Mujeres a la sombra, mujeres que no han brillado en los grandes eventos de condecoración, pero que siempre están ahí, con sus ojos juagados de orgullo; Mujeres que hicieron posibles las largas horas de dedicación de sus maridos al oficio de escribir y sufrieron, juntos con sus hijos, los años de escasez que suelen preceder el ascenso al éxito.
De los nóbeles del boom latinoamericano, quizá el único que ofreció un reconocimiento a su esposa, en la gala de premiación, fue Mario Vargas Llosa: "ella hace todo y todo lo hace bien. Administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: 'Mario, para lo único que tú sirves es para escribir".
Ni García Márquez ni Octavio Paz hicieron una sola mención al apoyo de sus esposas, a nadie, de hecho, porque son hombres de grandes palabras, como ‘Latinoamérica’, ‘modernidad’ o, para ponernos más conceptuales, ‘expulsión del presente’. Su gratitud se quedó con Lope, Quevedo, Homero, Dante, Pablo Neruda, Luis Cardoza y Aragón. “Este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía”, dijo Gabo. Me pregunto si, quizás, eso le valió el enojo o la desilusión de Mercedes Barcha. A lo mejor ella, quien lo acompañó lealmente en todo momento, no esperaba más. Tal vez entendió que no era apropiado ponerse con sentimentalismos en un escenario de tal calibre o, en el fondo de su deseo, esperaba ser sorprendida con elogios públicos ¿Habrán discutido toda la noche, como Malcom y Marie? No hay manera de saberlo.
En su icónico discurso, ‘La soledad de América Latina’ (1982), García se había referido al continente latinoamericano como “esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda”. Pues, a juzgar por la propia historia del realismo mágico, me atrevo a tomar sus palabras y decir, más bien, que América Latina es la tierra de hombres históricos y mujeres alucinadas. Han sido nombres de hombres los que han retumbado por los siglos de los siglos.
Por su parte, las mujeres no solo han estado a la sombra, tras bastidores, sino que también han sido sombrías o ensombrecidas, habitantes del dolor y el anonimato. Pese a ser también creadoras, se han quedado sin laureles ni ovaciones. Mujeres genias y olvidadas. Mujeres intensas, sin posibilidad de ser etiquetadas, mujeres locas, mujeres rotas. Han muerto solas y miserables, y pocas veces se incluyen en el canon de la literatura latinoamericana.
Así podría caracterizarse a la mexicana Elena Garro (1916-1998), autora de una larga lista de cuentos, novelas y obras de teatro. Entre sus obras más destacadas se encuentran ‘Los recuerdos del porvenir’, ‘Un hogar sólido’, ‘La culpa es de los Tlaxcaltecas’, ‘La semana de colores’, entre otros. Fue periodista, escritora y maestra. El tiempo fue uno de sus principales temas. Un tiempo no lineal y cíclico, incluso, caótico. También hablaba de machismo e interseccionalidad, aunque no lo nombrara de esa forma, y de la opresión colonial sobre los pueblos indígenas.
Sobre la novela ‘Los recuerdos del porvenir’ (1963), Octavio Paz afirmó que se trataba de “una de las creaciones más perfectas de la literatura hispanoamericana contemporánea”. Jorge Luis Borges calificó a Elena como “la Tolstoi mexicana”. Recientemente, ha sido reconocida como precursora del realismo mágico. Título que, en todo caso, desdeñaba. Creía, sobre esta vanguardia, que era mercantilista y que, en realidad, la fecunda creatividad de los escritores latinoamericanos provenía de préstamos hechos a la cosmovisión indígena, campesina y popular.
Estuvo casada por 22 años con Octavio Paz, con quien visitó la España franquista en su luna de miel y de quien se divorció en 1959. Juntos tuvieron una hija, Helena Paz Garro, que la acompañó hasta el día de su muerte. Para algunos amigos cercanos al matrimonio, Octavio Paz siempre incentivó a Elena a escribir y la motivó para publicar y presentar sus obras, la miraba con orgullo y amor. Según otras versiones, sus triunfos, egolatría y narcisismo resultaron asfixiantes para ella. Simplemente, no soportaba ser “la esposa de”, se sentía eclipsada.
La misma Elena, cerca de su muerte, dijo con sarcasmo: “durante mi matrimonio siempre tuve la impresión de estar en un internado de reglas estrictas y regaños cotidianos que, entre paréntesis, no me sirvieron de nada, ya que seguí siendo la misma. Los mexicanos siempre compadecieron a Paz por haberse casado conmigo. Su elección fue fatídica. Me consuela saber que está vivo y goza de buena salud, reputación y gloria merecida, a pesar de su grave error de juventud".
Lo cierto es que Elena conservó un rencor profundo por Octavio hasta sus últimos días. “Yo vivo contra él, estudié contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él, escribí contra él y defendí indios contra él. Escribí de política contra él, en fin, todo, todo, todo lo que soy es contra él (…) en la vida no tienes más que un enemigo y con eso basta. Y mi enemigo es Paz”.
Un resentimiento tal, seguramente, no es infundado. La opinión pública ha preferido atribuirlo al desequilibrio de Elena, porque sobre las emociones de las mujeres, minimizadas y eclipsadas por el orgullo nacional que producen los grandes hombres, se suele pasar por encima. Ha sido más fácil creer que ella estaba loca, que era errática o inestable. Quizás sí, pero motivos no le faltarían. Mientras estuvo casada con el poeta, intentó suicidarse en dos ocasiones.
Constantemente definida como la “mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges”, Elena es un personaje inclasificable. Nunca ponderada y envuelta en campañas de desprestigio y escándalos, fue rechazada y tratada como paria. Un hecho político fue la causa de su decaída y de que su obra no circulara en su país natal por mucho tiempo.
A pesar de haber acompañado la lucha campesina en Morelia, haber apoyado a Carlos Madrazo en su carrera política y haber participado en las reuniones del movimiento estudiantil, mantuvo una aversión constante contra los círculos de izquierda que dominaban el entorno académico y cultural del México de los sesenta. Los veía como figuras insulsas y acomodadas. “Yo creo que todos están más o menos ligados con el gobierno, o tienen una chamba en el gobierno, o la han tenido. ¿No te parecen entonces una farsa sus gritos y sus grandes escritos?”.
En 1968, después de la matanza de Tlatelolco publicó, en la Revista de América, ‘El complot de los cobardes’, acusando a los intelectuales de usar a los jóvenes como carne de cañón, desde la comodidad de sus escritorios. Después de aquello, fue acusada de espionaje y de haber suministrado a la policía secreta los nombres de 500 intelectuales de izquierda, vinculándolos con hechos que desembocaron en la masacre. Tal cosa le valió el exilió voluntario a Estados Unidos y Europa, donde vivió por veinte años. Desde allí, quedó marcada como una traidora, aunque las supuestas confesiones nunca tuvieron efectos prácticos. A nadie apresaron o culparon. Pero ella sería, en adelante, solo eso: la traidora del pueblo, de la revolución y traidora de Paz.
Hay comportamientos o hechos que se juzgan de forma diferenciada según si los hace un hombre o una mujer. Una de estas cosas es la deslealtad, pues se espera que las mujeres, fieles y abnegadas, no desdeñen nunca su procedencia, no se atrevan a contar secretos o no señalen, públicamente, las contradicciones de sus allegados. Si se tratase de un hombre, un comportamiento así se justificaría con argumentos de conveniencia política o de convicción ideológica, pero ella, Elena, era una mujer en franca rebelión respecto a las posturas de su exmarido y de la clase intelectual a la que pertenecía. “No tengo lugar ni a izquierda, derecha o medio centro. Soy una outcast, una indeseada”, decía ella.
Finalmente, volvió a México, donde murió en 1998. Durante sus últimos años, en Cuernavaca, vivió rodeada de gatos y asistida por su hija, Helena. Su biógrafa y compiladora, Patricia Rosa Lopátegui, da cuenta de la pobreza en la que terminó la escritora. Atrás habían quedado los trajes de Chanel y de Dior con los que asistía a los eventos sociales y políticos, aunque conservaba la belleza hipnótica y el carácter encantador que había “engatusado” a más de uno.
Encantadora, pero chiflada. En esos extremos oscilan las descripciones sobre su personalidad. Así de incomprensibles son, para la sociedad y la alta cultura, las figuras de las mujeres talentosas. Mentirosa, ególatra, coqueta, psicótica, solitaria, venida a menos. A lo mejor su historia sea más mito que verdad. Es innegable, en cualquier caso, el desconcierto que suscitan figuras del temple de Elena Garro.
No ha sido la única. En la historia del realismo mágico también existen otros nombres de mujeres que, envueltas en narrativas de fracaso o melancolía, quedan borradas por las grandes carreras de Juan Rulfo, García Márquez o Vargas Llosa. Descubrir por qué leemos a unos y no a las otras es parte de entender cómo el patriarcado ha silenciado las voces de las mujeres.
Por esto mismo, en las próximas columnas seguiré escribiendo sobre ellas, sobre Maria Luisa Bombal y sobre Marvel Moreno, sobre aquellas que dejaron de ser musas y compañeras, para ser escritoras. Me interesan las mujeres que han sido desbordadas por los mandatos de su época, por la presión social que experimentaron o por sus propios sentimientos, las que fueron juzgadas por su vida privada -que, de haber nacido hombres, el público hubiera pasado por alto-, y las que sirvieron como ejemplo aleccionador por intentar tenerlo todo, la gloria y el amor -como si tal cosa fuera posible para una mujer-. En fin, me interesan las mujeres alucinadas y opacadas por hombres históricos.