Escribo esto el 18 de diciembre, día en el que los titulares fueron ocupados por la noticia de que una niña de 18 meses, Sofia Cadavid, fue asesinada por su padre en Rionegro, Colombia. Esperaba escribir sobre cualquier otro tema; los deseos de fin de año, por ejemplo. Sin embargo, nuestra realidad social se impone con tanta fuerza, como casi siempre, que incurrir en la ligereza y en la banalidad pareciera convertirse en un pecado. La monstruosidad convive con nosotros y aparece, frecuentemente, para recordarnos con quiénes convivimos y quiénes somos o, mejor, para evidenciar que no lo sabemos en absoluto.
Las reacciones colectivas han pasado de la indignación al punitivismo: todo el peso de la ley para los hombres que atentan contra nuestros niños y niñas. El peso de la ley significa, por supuesto, más cárcel. Sin embargo, hay algo en esas posiciones que me desconcierta. Por lo general, son opiniones usadas para promover agendas populistas que están lejos de reducir el crimen o de evitar que episodios escabrosos, como el de Sofía, sigan ocurriendo. Aunque entendamos la cárcel como el lugar en el que merecen estar los homicidas, los hampones, los vándalos o, simplemente, los malos, lo cierto es que esta institución refleja nuestro fracaso social para entender y enfrentar el delito, y para resolver nuestros conflictos.
Las hipótesis que más se han repetido, hasta el momento, sobre las causas que llevaron al asesino de Sofía a perpetrar tal feminicidio ha sido, por un lado, el del consumo de sustancias psicoactivas y, de otra parte, el de la intención del hombre de vengarse de su expareja. Lo primero no hace sino reforzar los estereotipos criminalizantes sobre los consumidores de drogas. No es cierto que todo consumidor sea un potencial homicida. En aquel acto operan más elementos que viven en la psique de aquel sujeto que hoy nos parece un extraño, pero que hace un mes hubiera podido ser catalogado, perfectamente, como una persona normal, “de bien”.
Y es que las feministas ya lo hemos dicho muchas veces: los femicidas y violadores son hijos sanos del patriarcado. Sus actos reproducen lo que han asimilado y aprendido durante años de narrativas misóginas que están presentes en el cine, la televisión, la literatura, el arte, en las familias en las que crecieron, en la idea del amor romántico y en la noción de la propiedad privada. Cualquier hombre que ha sido socializado en estas estructuras puede convertirse en un agresor. Por ello, los territorios más inseguros para las mujeres son sus propias casas y sus verdugos son familiares, parejas o exparejas.
En lo íntimo, emergen facetas de la condición humana que en lo público deben ser ocultadas. Justo allí es donde opera, con mayor fuerza, el machismo y sus efectos. En Colombia, hay 3961 presos por el delito de violencia intrafamiliar y el 79% de las víctimas corresponden a mujeres y niñas. Según datos de la Fiscalía General de la Nación, este año se han reportado 168 casos de feminicidio en el país; aunque según los informes del Observatorio Feminicidios Colombia, esta cifra asciende a 508. Desde el inicio de la cuarentena, hasta el 21 de julio, la línea 155 registró 58256 llamadas que, en un 90%, correspondían a denuncias de mujeres por violencia física, psicológica, sexual y económica. Una realidad preocupante si se tiene en cuenta que la mayoría de las víctimas conviven con su agresor.
Para corregir esto hace falta más que una cárcel. Primero, porque se debe trabajar en medidas preventivas que restituyan el derecho de las víctimas e impidan que la violencia siga escalando. Esto requiere considerar la violencia de género desde enfoques integrales y construir una institucionalidad capaz de solventar las necesidades básicas de las mujeres que se enfrentan a estos hechos: casas refugio para ellas y sus hijos, atención psicosocial, oportunidades de empleabilidad, opciones para conseguir ingresos propios, entre otros aspectos.
En segundo lugar, hay que considerar que la cárcel, como institución, solo reproduce y refuerza las dinámicas y relaciones de poder patriarcales del contexto en el que existe ¿Será que en una cárcel los hombres aprenden a ver a las mujeres como sus iguales? Tal cosa no sucede en Colombia y, me atrevería a decir que, en ningún lugar del mundo. Por el contrario, las cárceles se han convertido en los escenarios de la profesionalización del crimen, lugares donde se forman y operan bandas criminales en cuyos miembros se refuerzan las narrativas de la masculinidad tóxica.
En términos generales, Colombia tiene altas tasas de reincidencia que evidencian la poca efectividad de la cárcel en la prevención del crimen y cuestionan el supuesto efecto resocializador que esta institución debería tener. Según cifras del INPEC, para el año 2019, se registraron 22.507 personas reincidentes, de los cuales el mayor porcentaje (22%) corresponden al delito de homicidio. Así, la cárcel no solo no reeduca a los sujetos para, por ejemplo, transformar las relaciones de género, sino que abre la posibilidad de que estos incursionen en dinámicas que detonan, aún más, su violencia. El hacinamiento y la complejidad de la vida en los centros de reclusión son el caldo de cultivo perfecto para aumentar el resentimiento social de los agresores.
Algunas posiciones encontrarían en este hecho un argumento para justificar la pertinencia de aumentar las penas e, incluso, proponer medidas como la cadena perpetua. De esa forma se alejaría permanentemente al agresor de su víctima, de la sociedad y, por consiguiente, de potenciales víctimas nuevas. No obstante, esto es simplemente insostenible. Por un lado, la crisis carcelaria del país es inminente, con un sobrecupo que sobrepasa el 54% de la capacidad y una insuficiencia en los recursos que comporta preocupantes consecuencias sobre los derechos humanos de los reclusos. De otra parte, esto implica aceptar una derrota social en la capacidad de transformar los conflictos y en la posibilidad de resolverlos a través de la reparación y la responsabilización efectivas.
Acabar la violencia de género requiere de cambios estructurales y culturales profundos que la cárcel no es capaz de efectuar. Quizás parte el problema está en entender la justicia como castigo o venganza y no como en un proceso para maximizar el bienestar social y educar a la ciudadanía en las normas de convivencia que nos permitirían alcanzar condiciones pacíficas y amables de habitabilidad conjunta. Volver a poner en el foco a las víctimas permitiría concentrarnos en sus necesidades y en las condiciones que requieren para perdonar, repararse y reconstruir sus historias de vida. La cárcel no propicia nada de esto.
Así pues, aunque entiendo la indignación que pueden generar asesinatos como el de Sofía, me preocupa la irresponsabilidad de caer en fórmulas simples que no contribuyen a la sanación individual ni colectiva. La sociedad también es responsable de los actos “aislados” de sus miembros y debe buscar las formas de reparar, restaurar y reincorporar a los infractores. De otra manera, enfrenta el fracaso de la condición humana y la imposibilidad de construir mejores instituciones y normas.