Durante mi ejercicio profesional, tuve la oportunidad de trabajar con mujeres farmacodependientes, lo que me llevó a darme cuenta que el tema de la drogadicción también debe ser visto con perspectiva de género. De hecho, pude notar que la mujer que ha caído en drogadicción, no solo es rechazada por su rol estereotipado de mujer sino por su adicción, incluso desde niña recuerdo haber escuchado reiteradas veces lo ”terrible” que se veía una mujer fumando.
Al toparme con tal problemática, inmediatamente acudí a fuentes oficiales, por lo que me topé con datos del último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) donde se reporta que el consumo de estupefacientes por parte de la mujer ha ido en incremento, principalmente con “opioides, tranquilizantes y el uso de sustancias para la automedicación” casualmente asociadas a cuadros depresivos.
Aunque en una población como la mencionada coexisten diversas variables, quise ahondar en la sexualidad por adjudicarse como un aspecto central de la vida y por razones sociales es considerada como tabú, quedando en un segundo plano y más aún en la mujer a quien tradicionalmente se le adjudican roles de género asociados a la pasividad, donde no hay cabida para asumirse como dueña de su vida sexual y menos si adopta un rol activo dentro de la misma.
De hecho, la UNODC en su informe de Mujer y Drogas (2018) resalta como punto relevante que la mujer adicta tiende a consumir con su pareja, ya que es frecuente que compartan el mismo vicio. Incluso suelen estar expuestas a violencia de género, incluyendo el abuso sexual, la trata de personas y su explotación sexual.
Además, la prevalencia de violencia de género en mujeres farmacodependientes es de dos a cinco veces más alto que las que no lo son, según las cifras reportadas.
¿Y si no se tratara de una explotación? ¿Si resultase que la mujer decide poner su sexualidad al servicio de la adicción?
Se trataría de una decisión vinculada a la dependencia, y cuando el trabajo sexual está ligado a una adicción, la dinámica de poder en cuanto al género se vuelve aún más desigual. En muchas ocasiones, las mujeres se prostituyen no solo a cambio de dinero sino de la sustancia a la que son adictas, y esto las hace propensas a ser víctimas de sexo coercitivo, dejando de lado el consentimiento y limitando su poder de negociación.
Así mismo, la mujer adicta y trabajadora sexual queda completamente expuesta a todas las formas estructurales de violencia basada en género, es decir que queda a merced de los clientes, proxenetas, traficantes de drogas, o incluso la policía.
En estos casos cuando el agresor es su pareja, es frecuente que se les dificulte negociar el uso de una jeringa limpia o el uso de preservativos, apuntando a un desequilibrio de poder entre géneros que intensifica la conducta farmacodependiente y suele propiciar escenarios de violencia de género y es por la misma razón que se ven sometidas a una mayor probabilidad de riesgo de infecciones de transmisión sexual, ya que presentan vulnerabilidad a padecer VIH, hepatitis C u otras infecciones no solo de transmisión sexual.
La influencia que tiene la autoestima en este tema es vital por lo que la mujer termina atrapada en un círculo no solamente vicioso, sino de maltrato que puede terminar acabando con su vida tarde o temprano. En vista de que se trata de una población vulnerable y vulnerada por parte de apoyo familiar e institucional, vale la pena enfatizar en las mujeres adictas, incluso el rechazo podría ser peor si son madres porque estarían siendo señaladas de múltiples formas, lo que no contribuye para nada en su salud y estabilidad emocional y por ende, en la que puede ofrecer a su familia.
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