Feminismos hay muchos. A lo largo de la historia de los movimientos de mujeres, han sido muchos los debates inconclusos que generan grandes disputas y rupturas en las colectividades. Recientemente, y gracias a las redes sociales, se ha exacerbado uno de larga data: el debate frente a la prostitución. Por un lado, las llamadas abolicionistas propenden por la erradicación de la prostitución, al considerarlo un sistema de explotación que perpetúa las dominaciones sobre los cuerpos de las mujeres. De otra parte, las regulacionistas abogan por la legalización del trabajo sexual y el reconocimiento de los derechos laborales de quienes lo ejercen, en su mayoría, mujeres, como una forma de garantizar condiciones humanas y dignas.
Muchos argumentos han sido esgrimidos, incluso acusaciones. Vale la pena establecer algunos acuerdos o puntos de partida iniciales, con el objetivo de evitar caer en falsos dilemas provocados por el calor de las discusiones. En primer lugar, es importante señalar que, para facilitar el entendimiento de las posturas en disputa, en este debate deben obviarse los juicios morales, pero no los éticos. Es decir, no se trata de calificar el ejercicio de la prostitución como algo “bueno” o “malo”, sino de identificar criterios para evaluar las causas, consecuencias e implicaciones. Hablamos de un fenómeno social y, como tal, deben apartarse los calificativos que categorizan a unas u otras como mojigatas o reprimidas.
Esto nos lleva al segundo punto y es, justamente, la posibilidad de que en esta conversación puedan confluir diferentes lugares de enunciación. Por supuesto, las voces privilegiadas deberían ser de quienes conviven con la realidad de la prostitución a diario, pero esto no implica que nadie más esté habilitado para hablar al respecto. Funcionarias públicas, académicas, trabajadoras de la salud, operadores de justicia, agentes de seguridad del Estado, entre otras, tienen perspectivas que abordan diferentes aristas y llevan a plantear soluciones a los múltiples problemas que se desprenden de esta realidad compleja.
Igualmente, no sería justo contraponer las posturas taxativamente, como si de opuestos irreconciliable se tratase. Ni la prostitución existe por culpa de las regulacionistas, ni la falta de políticas o la violencia estatal es culpa de las abolicionistas. Ninguna de las dos posturas, planteadas desde el feminismo, defiende la criminalización de las mujeres en ejercicio de la prostitución como medida válida. Luego, no se debe perder de vista que el horizonte de lucha no es el de unas contra otras, sino contra las diferentes opresiones que existen, que cobran vidas, que generan daños, y que se intersectan en las casas, las calles y los espacios públicos.
Dicho lo anterior, se abre paso al cuestionamiento sobre a qué nos referimos cuando hablamos de prostitución. En su acepción más básica, hablamos de un intercambio: alguien paga dinero a otra persona para que esta realice algún tipo de actividad sexual. En el mundo, cerca de 42 millones de personas la ejercen, según el quinto informe mundial sobre explotación sexual. La mayoría de estas personas (75%) corresponden a mujeres y niñas entre los 13 y 25 años. De manera que, de entrada, puede detectarse que en este fenómeno intervienen diferencias de género y edad que no puede ser omitidas.
Ahora bien, en medio de los debates se pueden identificar tres realidades diferenciadas a las que se alude cuando nos referimos al tema:
En primer lugar, el de la explotación sexual forzada, en el que las víctimas son cooptadas por redes de traficantes que obtienen ganancias millonarias a través del transporte, comercialización y trata de los cuerpos. Todas las posturas, feministas y no feministas, abolicionistas y regulacionistas, coinciden en que esta situación corresponde a una situación indeseable que debe ser combatida, penalizada y prevenida local e internacionalmente. En una escala global, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito ha reportado 225.000 víctimas de trata, entre los años 2005 y 2016. De estas, el 49% son mujeres adultas y el 23% niñas. La mayoría de los casos corresponden a trata con fines de explotación sexual (el 83% de las mujeres adultas y el 72% de las niñas). En Colombia, la trata de personas con fines de explotación sexual se ha incrementado para suplir la demanda en centros turísticos y extractivos.
En un segundo escenario, se encuentran las personas que ingresan y permanecen en el ejercicio de la prostitución debido a realidades estructurales. Dificultades económicas y familiares, el desplazamiento forzado, la migración y la falta de oportunidades son algunas de las condiciones que han llevado a las personas a ejercerla. En Bogotá, por ejemplo, según el Observatorio de Mujeres y Equidad de Género, casi 7 de cada 10 personas que realizan actividades sexuales remuneradas ha intentado dejar de hacerlo, aunque para el 80% esto no ha sido posible debido a la situación económica (79,7%) y a la imposibilidad de encontrar otro empleo (29,1%).
Finalmente, en un tercer escenario se ubican quienes han decidido, libremente, prestar servicios sexuales a cambio de dinero. En Bogotá el 8,9% de las personas en ejercicio de la prostitución se involucraron en esta actividad porque, sencillamente, querían hacerlo y el 1,2% no dejan de hacerlo porque les gusta. Esta decisión se enmarca en la autonomía corporal y se ampara en los derechos sexuales y reproductivos de cada ser humano, por lo tanto, no es cuestionable ni debe ser recriminada.
Lo verdaderamente problemático es la coexistencia de todas estas realidades en el mismo tipo de mercado, en el que la mercancía es el cuerpo de las mujeres. ¿Cómo garantizar que la oferta corresponde solamente a quienes ejercen la prostitución de manera libre? ¿No es trabajo de la política social ofrecer oportunidades para que las mujeres, que así lo quieran, tengan opciones de vida distintas? ¿Qué tipo de libertad puede predicarse cuando no hay otras posibilidades? ¿Quiénes se lucran los cuerpos de las mujeres? ¿Qué otros actores aparecen como intermediarios en estos intercambios?
No hay manera de responder estas preguntas de forma breve. Lo que queda claro, no obstante, es que la prostitución, en su conjunto, se sustenta en desigualdades de género, edad, clase, geográficas, entre otras. Incluso, se cimienta en las diferencias generadas por el uso de la fuerza y las armas. De manera que, al menos para zanjar el debate dentro del movimiento, podría resultar útil tomar nota de reflexiones más materialistas: es necesario recuperar las discusiones sobre la explotación, que han sido reemplazadas por otras sobre dominación cultural, y reposicionar la redistribución socioeconómica como el objetivo del feminismo.
Este horizonte nos permitiría confluir en la necesidad de generar un proyecto económico, en el que las decisiones sexuales de ninguna mujer estén mediadas por las carencias y las desigualdades estructurales. La libertad se ejerce desde la multiplicidad de posibilidades. Un proyecto de esta envergadura incluiría, por supuesto, la garantía de los derechos humanos de todas las mujeres en ejercicio de la prostitución, la ampliación de la cobertura en seguridad social para quienes viven de sus cuerpos, pero, sobre todo, la eliminación de las condiciones que las llevan a actuar en contra de sus propios deseos.
Fuentes
Fraser, N. (2000). ¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era postsocialista.
Fundación Scelles (2018). Quinto informe mundial sobre explotación sexual.
Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito. (2017). Informe Global de Trata de Personas.
Secretaría Distrital de la mujer. (2018). Caracterización de personas que realizan actividades sexuales pagadas en contextos de prostitución.