Las redes sociales se han convertido en una herramienta de comunicación importante para la articulación de las acciones colectivas en los movimientos sociales contemporáneos. Para el feminismo, por ejemplo, han devenido en una plataforma de difusión, creación de identidad y circulación de nuevas narrativas para la transformación social. En Latinoamérica, campañas como el #NiUnaMenos y #AbortoLegalYa se presentan como ejemplos de éxito al momento de hablar del uso de la tecnología en el logro de objetivos políticos. A nivel mundial, se ha consolidado el #MeToo y se ha logrado posicionar el tema del abuso y el acoso sexual en los ámbitos culturales, artísticos, políticos y laborales.
En este marco, el término Escrache ha empezado a ganar popularidad para referirse a la estrategia de denuncia pública que realizan las mujeres víctimas de violencia sexual en contra de una figura pública o de poder. Casos mediáticos, como el del productor de cine, Harvey Weinstein, han desatado oleadas de denuncias en contra de políticos, directores de cine, teatro, artistas y periodistas reconocidos en otros países de Europa y América Latina.
Sin embargo, esta práctica de denuncia pública ha empezado a usarse como un mecanismo alternativo de justicia y se ha reducido a la publicación de testimonios, muchos de ellos anónimos o protegidos, que generan “la cancelación” del implicado. En algunos casos, esto ha llevado a cuestionar la legitimidad de la estrategia y su compatibilidad con los valores democráticos, al contraponerse a los principios legales de presunción de inocencia o al derecho al debido proceso.
A mí me ha resultado problemático encontrar una postura al respecto. No porque esté interesada en defender el buen nombre o la carrera de los abusadores, tampoco porque no crea en la versión de las víctimas. Mi preocupación radica en, por lo menos, dos aspectos: por un lado, el tipo de justicia, basada en el castigo, que se promueve con la estrategia; y, de otra parte, su efectividad, al someter el tema a la opinión pública sin generar herramientas para cambios realmente estructurales. Mi crítica frente al escrache es, pues, ética, pero también pragmática y estratégica.
Quienes defienden esta práctica argumentan que es el único camino para muchas de las mujeres, ya que el sistema de justicia es insuficiente y re victimizante. Las leyes y los procedimientos jurídicos actuales no están diseñados para proteger a las víctimas de violencia sexual, pues la someten a careos con sus agresores, a repetir su historia una y otra vez frente a diferentes funcionarios, al juicio moral de la policía, los fiscales y jueces, y a la impunidad. Frente a la falta de justicia estatal, se plantea una justicia alternativa, la del escarnio público.
En el escrache, el acusado es, inmediatamente, culpable y, como tal, merece una sanción. El castigo para el agresor es el rechazo social provocada por las denuncias y todo lo que esto podría acarrear para sí mismo. Lo importante en esta acción sigue siendo infringir daño en el abusador, aunque esta no implique una pena privativa de la libertad. Sin embargo, un modelo de justicia que supere el punitivismo debería tener, al menos, tres componentes: responsabilización para el ofensor, restauración para la víctima y garantía de no repetición frente a la sociedad. Difícilmente alguno de estos elementos se logre a través de Twitter, Facebook o algún otro espacio digital.
La imposibilidad de establecer un diálogo, en un espacio seguro para ambas partes, impide que el ofensor reconozca la falta y asuma la responsabilidad por sus acciones. Así mismo, la reparación o restauración no se subsana con un castigo social efímero e impuesto por un público etéreo. La víctima requiere acciones simbólicas y materiales puntuales que remedien, de manera proporcional, el daño causado y le permitan continuar su proceso de sanación o de vida.
Finalmente, el escrache, por sí solo, tampoco evita la repetición de la conducta, pues el abuso y el acoso sexual dependen de las relaciones de poder. Esto ocurre porque un hombre, en una posición privilegiada – recuerde que la pertinencia del escrache depende de la posición social y de clase del abusador-, se siente con el derecho de obtener placer, aún sin el consentimiento explícito de la otra persona.
La pregunta es, entonces, ¿Cómo transformamos dichas relaciones de poder? La respuesta no es sencilla, pero las conquistas y experiencias del pasado nos pueden ofrecer algunas luces: es necesario disputar esas relaciones de poder en todas las arenas de lo público-político. Lo anterior incluye, por supuesto, las redes sociales, en donde se forma buena parte de la opinión, pero está lejos de agotarse allí.
Según Nancy Fraser, en lo público-político, hay públicos fuertes, donde se toman las decisiones políticamente vinculantes -parlamentos, cortes, ministerios, etc-, y contrapúblicos, en donde se posicionan significados, agendas sociales, narrativas y discursos, lo cual se logra en medios de comunicación o espacios públicos. No obstante, difícilmente, la deliberación en los contrapúblicos produce transformaciones inmediatas, sobre todo porque allí se libra una verdadera batalla discursiva entre ideologías y narrativas, muchas veces, contrapuestas.
Las transformaciones sociales que ha obtenido el feminismo, por lo menos el occidental, se han producido con la lucha concomitante en ambos espacios, los públicos fuertes y los contrapúblicos. Por ejemplo, la movilización digital del movimiento #NiUnaMenos respaldó el proceso político para la aprobación del proyecto de ley en contra de los feminicidios en México. En Estados Unidos, los cuarenta testimonios públicos en contra del célebre comediante, Bill Cosby, alimentaron un proceso legal para eliminar la prescripción en los casos de violencia sexual.
Los debates en la opinión deben apuntar a mover el límite de lo existente y generar transformaciones en las estructuras jurídicas, políticas y económicas que le dan vía libre a los abusadores para actuar de la manera en que lo hacen –sin duda, esto requiere acciones colectivas estratégicas.
Desafortunadamente, los relatos sin rostro no son suficientes para generar los cambios deseados. Incluso, en casos en los que se encuentra incurso un proceso judicial, la opinión pública es reticente. Durante la campaña presidencial en Estados Unidos, se conocieron denuncias de abuso sexual en contra de Donald Trump. Con todo y esto, Trump ganó la presidencia. ¿Por qué? Porque, en buena parte de las sociedades, llevar al debate público un caso de abuso sexual sigue convirtiéndose en un asunto de formación de bandos, entre quienes le creen a la víctima y quienes no.
De manera que ¿Por qué elegir un escenario igualmente inseguro e incierto, el de la opinión pública y las redes sociales, para hablar sobre abuso y acoso, y pensar que es la única opción que tienen las víctimas con miedo? ¿Realmente las estamos protegiendo al incentivar el escrache? Dejar las experiencias de las mujeres al desnudo, sin herramientas y sin posibilidades de trascendencia, les resta potencialidad política. Condenar al feminismo a convertirse en el movimiento de la anécdota y del trending topic es peligroso y, cuando menos, sensacionalista.
La propuesta es, entonces, no descalificar tan despreocupadamente la disputa en los escenarios legales y jurídicos, en los que ya se tiene una experiencia ganada. Ambas cosas, el debate público sobre los casos puntuales y el horizonte político del feminismo, deben articularse para construir herramientas que les permita a las mujeres obtener justicia y disponer de mecanismos de defensa o rutas de acción.. Esto implica, entre otras, fortalecer espacios colectivos en cada uno de los ámbitos e industrias, pues es a través de ellos que se logran reformas concretas y canales de comunicación restaurativos.
El escrache es legítimo, por supuesto, como cualquier acto de habla en una sociedad con libertad de expresión; pero debe ser un repertorio transitorio o subsidiario porque, en cualquier caso, también se libra en un campo público completamente permeado por las estructuras patriarcales.