En estos días que estuve leyendo sobre arte y memoria, me gustó mucho una idea que expresaba María del Rosario Acosta López en su libro “Resistencias al olvido”, a saber: “el arte tiene su propio modo de hacer memoria, su propia manera de resistirse al olvido”. (Acosta, 2016, p. 26).
Teniendo esto en mente, es importante analizar qué papel ha jugado el arte en los procesos de construcción de memoria en Colombia y, sobre todo, en las personas que han sido víctimas del conflicto armado. Por eso, expondré en este artículo algunos de los procesos que se han desarrollado en este contexto, con mujeres en su mayoría, y lo que para ellas han significado estas experiencias en su intento por resistir el olvido y transitar esos dolores que solo ellas conocen.
Hace un mes aproximadamente, se conoció que el reconocido restaurante Crepes & Waffles sacará al mercado el próximo año un sabor de helado, en sus palabras, “inspirado en la experiencia de las víctimas de la guerra de nuestro país” (Vice, 2018), el cual fue el resultado de unos talleres que realizó la marca, en colaboración con el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, y en el que participaron varias mujeres que han vivido en carne propia el horror del conflicto colombiano.
Para muchas personas, que el resultado de este proceso fuera un helado para ser comercializado en las sucursales, significa una monetización del dolor ajeno. Pero, al margen de este debate, comencé a preguntarme si efectivamente estas medidas simbólicas de reparación, o mejor, procesos, ayudaban en algo a sanar el dolor de estas mujeres, porque uno se pregunta, ¿un dolor tan grande como esos tiene algún arreglo? ¿Qué se está buscando arreglar?
Por eso, me puse en la tarea de encontrar algunas de esas mujeres que participaron en dichos talleres para conocer cuál ha sido su experiencia en relación con medidas como estas. Porque finalmente, e independientemente de qué pensemos nosotros afuera, lo importante es el efecto que estas cosas pueden tener en la sanidad del alma de una persona y, si es que estos dolores pueden ser sanados alguna vez.
En este proceso, logré comunicarme con Jaqueline, una de las integrantes de la Fundación MAFAPO (Madres Víctimas de los Falsos Positivos), para reunirme con algunas de las madres que participaron en el taller realizado por Crepes & Waffles. De esta manera, además de ella, conocí a otras tres de estas incansables y tenaces mujeres: Ana, Idalí y Beatriz, quienes me compartieron lo que experimentaron a través de este taller y de otros en los que han podido participar. A lo largo de sus relatos pude descubrir que para ellas, el arte deja de ser arte solamente, para convertirse en memoria, en denuncia, en resistencia, en desahogo, en amistad, y lo más importante, en la visibilización de la injusticia sufrida, sobrevivida y por la cual aún pelean.
Uno de los talleres en que habían participado anteriormente es el que ellas llaman “La Siembra”, el cual consistió en que sus cuerpos eran enterrados bajo tierra hasta el pecho y eran fotografiadas. En realidad, se trata de la exposición “Madres Terra” del fotógrafo Carlos Saavedra que ha sido llevada por muchas partes alrededor del mundo. Para Ana, la experiencia de enterrarse fue trascendental en el proceso del duelo por su hijo, pues, en sus palabras, “fue una experiencia al final muy hermosa. Yo sentía cuando la tierra caía que mi hijo estaba debajo de mí y pensaba en cómo sería cuando a él le caía la tierra mientras lo enterraban. Además, son fotos que han sido visibilizadas en muchos lugares. Y hacerlas nos hizo sentir como modelos. Esas fotos han sido la mejor experiencia”.
Para Jaqueline el hecho de ser enterrada significó, además, un renacer, para ella, el contacto con la tierra fue sentir que estaba germinando con más vida y con más ganas de seguir luchando por la verdad. Del mismo modo expresaba Beatriz: “lo de la siembra lo tomé como un entierro propio, no tenía miedo porque yo ya llevo muerta 14 años. Y fue muy bonito porque al terminar cuando la tierra se iba despegando, yo sentía como algo se desprendía de mí y lo tomé como que estaba renaciendo de las cenizas como el ave fénix” .
Fuente: Imagen proporcionada por Jaqueline.Taller de pintura con Crepes & Waffles en el que participaron las madres de MAFAPO con las madres de desaparecidos de la Fuerza Pública.
También, otro de los más impresionantes, ha sido el taller de los tatuajes, en el que muchas de ellas decidieron realizarse tatuajes en honor de sus hijos. A través de esto se puede ver que temas como estos que en muchas ocasiones son causa de prejuicios, en un contexto como este, alcanza a tener mucho más significado que el de ser un simple dibujo en el cuerpo. Beatriz contó que el tatuaje se lo hizo como “una muestra de que, si a uno le arrancan a su hijo de su hogar, el mejor monumento es el cuerpo propio para llevarlo y de ahí nadie me lo podrá arrancar”. O como dijo Jaqueline, “el cuerpo es el sitio que nadie iba a prohibir para hacer el monumento, por eso se tomó la decisión de hacerlo en la propia piel”.
Además de estos, han participado en muchos más talleres que tienen que ver con el teatro, la costura, la pintura, y según ellas, todos les han servido para seguir adelante; respecto a esto me decía Adalí “sí, todas esas actividades si han servido. Todo lo que hemos hecho nos ha servido mucho, porque ¿qué hubiera sido de nosotras si nos hubiéramos enclaustrado con todo ese dolor? Nos hubiéramos envenenado”.
Entre estos, se encuentra el que se denominó “El costurero de la memoria”, taller a través del cual se cubrió el monolito del Centro de Memoria, con telas que fueron pintadas y cosidas por personas de todas partes, incluyéndose ellas y a otras víctimas del conflicto: universitarios, profesores, y muchos más. Este costurero surgió como una de las obras de la “Unión de Costureros”, el cual es dirigido por Virgelina Chará. El día que le comenté que me gustaría hacerle una entrevista a alguna de las personas que allí se encontraban, me dijo “claro venga y cose con nosotros. Así se hacen las entrevistas aquí”.
Así que sin haber cosido nunca antes en mi vida más que los rotos de mis medias, me senté a coser, a que ella me enseñara y a charlar y compartir con las mujeres que allí estaban. Y es que definitivamente como ellas lo dirían después, coser es una terapia. El salirse por un momento de la vida para concentrarse únicamente en contar una historia a través del hilo y las telas.
Así conocí a María y a Francisca, cada una con historias como las que hemos escuchado en Colombia miles de veces: desplazadas de algún pueblo, ya sea por la guerrilla o las autodefensas e intentando construir y sobrellevar la vida en una ciudad tan hostil para el campesino como lo es Bogotá. Después de contarme un poco sobre cómo llegaron a la Unión de Costureros, concluí lo mismo que había dicho Beatriz antes, que para ellas, coser es sanador: “Es sanador cada puntazo que uno da contando su historia. Pincharse los dedos. Un pinchazo no es nada comparado con el dolor de perder el hijo.”
Me contaba María que para ella el poder pertenecer a un grupo así la ha ayudado a sanar mucho. En ese contexto fue que ella decidió hacer una tela propia, por fuera del grupo, a la que le guarda un gran valor y con “la esperanza de que el Estado me haga una reparación.” En definitiva, según ella “llega uno a coser y se le olvida todo”. Sonríe con nostalgia y admitió que siempre que ella cose está pensando en su pueblo, en su finca, en su burro, en lo que dejó atrás forzosamente y no ha podido recuperar, y eso es lo que plasma en la tela. En la tela de su historia hizo todos los trazos del despojo, desde la llegada del grupo armado al pueblo, hasta las muertes presenciadas, la salida de allí y su llegada a la ciudad. Además, cuenta que en la unión las capacitan y les dan diplomas al final de cada curso, y con eso ella pudo hasta dictar clases de costura en una universidad, cosa que nunca se imaginó poder hacer.
Del mismo modo, para Francisca coser ha sido una terapia porque “le sirve a uno para sacar muchas cosas que uno tiene adentro para uno solo, ayuda a desahogarse” y a través de la cual ha podido conocer otras personas del territorio que han vivido lo mismo. Por último, conocí a Amanda Ramírez, una mujer de Bogotá, clase media y quien no ha vivido el conflicto directamente, pero ha tomado la costura como una herramienta para desahogarse y vivir el duelo por la muerte de una de sus hijas. Antes de eso, su hija la acompañaba a coser con ella y Amanda pudo quedarse con uno de los pañuelos que su hija cosió.
Muchos otros procesos como estos se han hecho en Colombia, pero muy poca gente los conoce. Obras de teatro como “Inxilio”, “Victus”, “Antígonas”, y miles de talleres artísticos se llevan a cabo todos los días en la periferia y en la ciudad en un intento por reconstruir la memoria, resistirse al olvido y canalizar los dolores con los que nuestra gente ha tenido que vivir por décadas. Talleres que no surgen por obra del Estado sino por la necesidad que hemos encontrado como sociedad de ayudar a reconstruir el tejido social de alguna manera y contribuir para sanarnos unos a otros. Porque no es coincidencia que sean iniciativas privadas, y es así que como seres humanos llegamos donde el Estado no llega y le cuesta llegar; debería esto animarnos a apoyar a las personas que dedican su vida a realizar esos procesos con los que a través del arte se encuentra una forma de reparación si no, legal, al menos social y personal.
Por último, jurídicamente es mucho lo que falta, si bien desde la Ley de Justicia y Paz se establecieron las medidas de reparación simbólica, muy poca trascendencia han tenido y, en los pocos fallos en que se han ordenado estas medidas, como la construcción de un monumento o de una placa, las entidades territoriales poco o nada de importancia le han dado. Un ejemplo es el caso de la masacre de Dadeiba, Antioquia, en la que el Tribunal ordenó un acto de reparación simbólica para honrar la memoria de las víctimas y pedirles perdón por la connivencia de la Fuerza Pública con el accionar paramilitar, pero la creación y ubicación de la placa pasó casi desapercibida tanto para los medios como para los mismos habitantes del pueblo (Hacemos memoria, 2017).
La conclusión a la que se puede llegar con todo esto, es la importancia de apoyar el arte en Colombia como una de las herramientas que mejor sirven como denuncia, visibilización y en últimas, como medida para resarcir en algo el daño causado a miles de colombianos. Entre todos podemos contribuir en la reconciliación de esta sociedad, así sea de forma pequeña. Dejo la invitación a participar más activamente en estos procesos; preocupémonos por conocer a estas personas, sus historias, y ayudarles a que estas sean conocidas, porque para este país, es verdad que el arte es una de las maneras por la cual se llega al colombiano promedio que no sabe o no le interesan estos temas, y eso, también es hacer país.
NOTA: MAFAPO es una fundación que a lo largo de su camino ha sobrevivido como ha podido. Por eso, invito a quienes quieran apoyar la lucha de estas mujeres por la justicia y la verdad, a hacer sus donaciones.
Jaqueline autorizó dejar su número de contacto: 313 431 8427.
Bibliografía
Acosta. M. (2016). Las fragilidades de la memoria. Duelo y resistencia al olvido en el arte colombiano (Muñoz, Salcedo y Echavarría). En Grupo Ley y violencia, Acosta, M. (eds.), Resistencias al olvido. Memoria y Arte en Colombia (pp. 1-22). Bogotá: Uniandes.
Betancourt. L. (25 de septiembre, 2018). Así será el nuevo helado inspirado en la experiencia de las víctimas de la guerra en Colombia. VICE Colombia. VER
Tavera. E. (9 de mayo, 2017). Reparación simbólica: un compromiso que va más allá de los monumentos. Hacemos memoria. VER