“Cuando insisten en matar a nuestros propios hijos
Cuando dicen que el aborto no nos afecta
Cuando dicen que el aborto es salud, como si el embarazo fuera enfermedad
Cuando dicen que necesitamos de políticos abortistas
Cuando dicen que el pañuelo verde nos representa a todas
Cuando dicen que si no fuera por ellas no podríamos estar aquí, manifestándonos
… No es en mi nombre”
Estas son palabras que pueden escucharse en las manifestaciones de los autodenominados grupos “pro-vida”, quienes buscan revertir los avances jurídicos y legislativos en materia de derechos sexuales y reproductivos. Actualmente, su discurso se ha convertido en un ferviente panfleto en contra de los movimientos feministas. Ya no se trata solo de defender en “el derecho a la vida” desde la concepción, sino también de invalidar las posturas y luchas que se realizan en nombre de la igualdad de género. No son los únicos. A ellos se unen una diversidad de voces que encuentran ridículo al feminismo, radicales a las feministas y necesaria la abolición de ambos, feministas y feminismos.
El acerbo de significados, estereotipos e imaginarios que se ponen en juego para librar esta batalla cultural dan cuenta de la intencionalidad y el alcance de esta disputa, que se ha degradado hasta llegar a la falacia y el absurdo. A continuación expondré algunos de esos supuestos del antifeminismo que se pueden identificar a través de los discursos que circulan en redes sociales y en algunos portales de opinión.
El principal argumento del antifeminismo es, quizás, que el feminismo, en ninguna de sus expresiones, es ya necesario, que está desactualizado, que la igualdad entre mujeres y hombres está dada. No obstante, esto solo refleja una visión lineal y limitada de la historia, el desconocimiento de las complejidades del tiempo que nos correspondió vivir, de la manera en la que se interceptan las desigualdades y de las diferentes condiciones de vida de los grupos sociales.
El feminismo es un movimiento social, o mejor, la agrupación de varios movimientos sociales que se han organizado para reivindicar las realidades diferenciadas de las mujeres en todo el mundo y las injusticias que se expresan a través de sus experiencias vitales. La imposibilidad que tuvieron -y aún hoy tienen- las mujeres para acceder a cargos en la vida pública y política, la falta de derechos patrimoniales, la desigualdad en el acceso a la tenencia de la tierra, la proscripción de ciertos comportamientos -como manejar vehículos o andar en bicicleta-, la brecha salarial o las escandalosas cifras de violencia sexual son algunas de esas realidades que han motivado, históricamente y en la actualidad, la acción colectiva de las mujeres.
De acuerdo con sus contextos sociales, culturales, políticos y económicos, las agrupaciones y organizaciones han adoptado distintas agendas e implementado repertorios de lucha muy diversos. Por esto, el feminismo no es unívoco, no es homogéneo, no es estable, ni inmutable. Las mujeres lo adoptan, lo adaptan y lo resignifican con sus vivencias individuales y colectivas. No hay un feminismo que esté en la capacidad de hablar en nombre de todas las mujeres, ¿cómo es que, entonces, los antifeministas se atrevan a decir que todas las mujeres somos iguales y que, además, ya hemos alcanzado la igualdad respecto a los hombres? ¿Quiénes son para establecer que ciertas condiciones, percibidas como injustas por quienes las viven, son ya inexistentes?
La segunda parte del argumento dado por los antifeministas es que, como es un movimiento ya innecesario, sus reivindicaciones son solo demandas desproporcionadas que buscan dádivas o que refuerzan un discurso negativo frente a las mujeres, de insuficiencia y minusvalía. Olvidan, con esto, que el reconocimiento legal es importante, pero las políticas de redistribución también han sido banderas de diversos movimientos sociales.
Puede que en muchos países se haya alcanzado la igualdad jurídica, pero siguen existiendo condiciones estructurales y sociales que reproducen diferencias y limitan la posibilidad de las mujeres, y de otras identidades de género, de ejercer sus derechos y libertades a plenitud. Las políticas afirmativas buscan modificar las estructuras de desigualdad, materiales o simbólicas, por medio de acciones que faciliten el acceso y la participación de las mujeres a determinados espacios de los que han sido relegadas o silenciadas.
Desconocer, por ejemplo, que las mujeres se enfrentan a una serie de obstáculos adicionales en la participación en el mercado laboral termina por encubrir las discriminaciones en dichos espacios y las obliga a sobre exigirse para demostrar que, en efecto, pueden desempeñarse de manera adecuada. No importa, pues, que una trabajadora soporte la carga del trabajo doméstico, ella debe rendir igual en el trabajo para que no se ponga en duda su eficiencia. Bajo estas condiciones, exigir políticas para la distribución en la carga del cuidado no es decir, bajo ninguna circunstancia, que las mujeres sean incapaces; es igualar las condiciones de partida para que sean equilibradas.
Por la misma línea, he encontrado posturas provenientes de otros actores sociales y políticos que consideran exagerado las peticiones por la representatividad de las mujeres en espacios de participación, y ni qué decir de la paridad. Pero la representación es lo que opera en los imaginarios culturales para reafirmar la igualdad. No es conmiseración, es proporcionalidad. Las mujeres somos la mitad de todos los pueblos, nos desempeñamos en casi todas las áreas profesionales, existen voces autorizadas en todos los temas, pero necesitamos referentes que mengüen los estereotipos y que diversifiquen los puntos de vista en las discusiones públicas ¿Qué daño puede hacer aquello? ¿La representación en condiciones equitativas no profundizaría la democracia?
Finalmente, y derivado de todo lo anterior, el antifeminismo recrimina que las feministas no representan a todas las mujeres. Es cierto y, de hecho, no tendría por qué ser así. Los distintos feminismos establecen estructuras teóricas para posicionarse en el mundo, para establecer códigos en las relaciones interpersonales y para resignificar el propio lugar. Por eso, se forman identidades en donde median emociones políticas, afectos y redes de apoyo. Las identidades se construyen, pero no se imponen.
El feminismo habla por las mujeres que lo integran, por los cuerpos que encuentran en él un refugio, una explicación o una estrategia para actuar en el mundo. De manera que sí, no es en nombre de todas las mujeres que hablan las colectivas por la despenalización del aborto, ni en nombre de todas las mujeres se creó el pañuelo verde, tampoco en nombre de todas decimos que el aborto es un asunto de salud pública. No. El feminismo no actúa por todas, porque además no es una esencia abstracta y fantasmal, es un movimiento vivo, compuesto por mujeres particulares, sus puntos de vista y sus historias personales. Todo aquello que el antifeminismo encuentra tan desdeñable e insulso se dice y se hace en nombre del número suficiente de mujeres que viven conforme a ello.
Por su parte, el antifeminismo seguirá siendo un movimiento que se construye en oposición, en franco antagonismo frente a algo que ni siquiera comprende. Esto hará que caiga, una y otra vez, en razonamientos homogeneizantes y simplificadores, insuficientes y falaces. Es, en otras palabras, un discurso condenado al sinsentido, porque no tiene horizonte de acción.