Entre las muchas preocupaciones que pueden aparecer en esta temporada de cuarentena, hay una que me viene cuestionando mi praxis como autodenominada feminista: el cuidado. Últimamente, se ha vuelto usual encontrar incontables referencias al cuidado entre mis redes sociales, su importancia y el papel que desempeñan las mujeres en estas tareas. Pareciera, pues, que la introspección y la vuelta a la vida privada, impuesta por la pandemia, nos ha ofrecido la oportunidad perfecta para advertir y llamar la atención sobre la división sexual del trabajo, término que ha ocupado innumerables páginas dentro de la teoría feminista desde finales del siglo XIX, cuando sobre ello escribieron Alexandra Kollontai o Charlotte Perkins Gillman.
No obstante, y a riesgo de parecer una mala feminista, hay algo en esa lucha con la que no me identifico y es que, simplemente, yo no soy una mujer que cuida, en casi ningún sentido. Claro, hablo desde mi propio privilegio, pero justo en esto quiero llamar la atención ¿Por qué cuidado? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de la acción de cuidar? Para una de las corrientes de la economía feminista, denominada “economía del cuidado”, el cuidado se define como el grupo de actividades que garantizan la reproducción de la vida: la preparación de alimentos, el lavado de la ropa, la limpieza de los espacios, la atención de las personas dependientes en el hogar, etc.
Respecto a esto, existe una realidad material innegable que se refleja en las cifras ofrecidas por la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT, 2017), aplicada por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística. En promedio, las mujeres colombianas usan el 17,9% de su tiempo en las actividades de trabajo no remunerado, mientras que el porcentaje para los hombres es de 5,2%. Incluso, esta diferencia también aplica para aquellas mujeres que se encuentran ocupadas en el mercado laboral, quienes gastan 28,58 horas semanales en las labores domésticas; en contraste con los hombres que, en su misma condición, tan solo usan 15,75 horas semanales en ello.
La asimetría en el uso del tiempo, causada por los roles de género, repercute en la imposibilidad que tienen las mujeres de acceder a mayores oportunidades de formación y de participación en el mercado laboral en igualdad de condiciones. Soportar una doble o triple jornada es desgastante y agotador. Ningún tipo de feminismo puede desconocer esta realidad. Por ende, usar la coyuntura para presionar por el reconocimiento del trabajo no remunerado, que históricamente han realizado las mujeres, y reclamar sistemas nacionales o locales de cuidado es estratégico.
Sin embargo, mi preocupación está mucho más enraizada en el lenguaje, en las trampas de la palabra. Quizá la palabra cuidado sea desafortunada, por decirlo menos, quizá le quite toda la carga política que podría tener la reivindicación económica y política, y la adorne con tonos moralistas. Lo digo porque, así como yo lo veo, ha existido un vaciamiento del significado de este término. Se ha vuelto todo y nada.
Actualmente, asistimos a la exaltación del cuidado por parte de las sujetas que se nombran en femenino. Ahora es común apelar al autocuidado, al cuidado de la salud mental, al cuidado del cuerpo, al cuidado de las amigas. El resultado es que se sigue naturalizando al cuidado como un conjunto de acciones propias de las mujeres. Esto se traduce en unas prácticas que, para las feministas, hoy se nos imponen como correctas y se relacionan con otros conceptos, igualmente vaciados de significado, como amor propio, sororidad y empatía -por solo nombrar algunos.
Pues bien, este tipo de palabras se vuelven contra nosotras para imponernos un estereotipo y se convierten en un criterio de juicio y buen comportamiento. Basta ver la mayoría de las cuentas que, en redes sociales, tienen las figuras y las colectivas feministas más jóvenes: imágenes que reproducen la armonía entre el cuerpo, la mente y la ideología; discursos sobre la importancia del amor entre mujeres; posts dedicados a la exaltación del cuidado que ofrecen las madres, de su sacrificio; fotos de cuerpos perfectos y desnudos hablando sobre la autoaceptación. Nada de esto, en sí mismo, es cuestionable. Yo misma he caído en ello de manera continua. Lo cierto es que valdría la pena ser más autorreflexivas sobre las representaciones que estamos creando y recreando, sobre el lenguaje que empleamos para dar las discusiones del feminismo contemporáneo.
Por ejemplo, ¿Cuándo se nos olvidó reivindicar la libertad de la autodestrucción? Existe algo poético en la imposibilidad de conducirse adecuadamente por la vida, en el desequilibrio, en las zonas oscuras a donde nadie irá a buscarnos. ¿En qué momento lo políticamente correcto reemplazo la estridencia de la rebeldía? ¿por qué lo grotesco ya no tiene lugar en el feminismo pop? ¿Qué ha pasado con la bandera del derecho a la incoherencia?
Podemos seguir posicionando agendas, como el reconocimiento del trabajo no remunerado, sin romantizar otras prácticas que, aunque parezcan inofensivas, posiblemente devengan en la homogeneización del feminismo y del activismo. No podemos darnos el lujo de olvidar que nuestro objetivo es la autonomía y la libertad, la heterogeneidad.
No, no soy una mujer que cuida, soy una descuidada; no soy una mujer sorora, yo busco el conflicto; no soy una mujer empática, soy profundamente egoísta ¿Esto me hace menos feminista o, peor aún, menos mujer?
Fuentes:
DANE (2017). Encuesta Nacional de Uso del Tiempo.