El cambio climático es inminente, ya no se puede negar ni ocultar. Los efectos del calentamiento global se sienten en buena parte de los países y afectan a todos los ecosistemas. Temperaturas extremas, olas de calor, inundaciones o huracanes son cada vez más frecuentes y arrasadores. Una de las peores partes de este problema es que algunos territorios tienen menor capacidad de respuesta que otros, cuentan con menos herramientas para hacer frente a las consecuencias y con menos recursos para sobreponerse a los daños. Así, el cambio climático se convierte en otro espejo en el que se reflejan las sociedades: la peor parte se la llevan los grupos más vulnerados y vulnerables. Sus daños diferenciados evidencian las desigualdades y las contradicciones generadas por un capitalismo que privatiza las ganancias, los recursos y la tierra; pero socializa los costos ambientales y los efectos negativos.
Colombia nunca había experimentado el paso de un huracán nivel 5, pese a tener costas en dos océanos y colindar con el Mar Caribe, donde estos fenómenos son frecuentes entre los meses de septiembre y noviembre. El huracán Iota, que pasó por el Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina entre el 15 y 17 de noviembre, marcó historia y remarcó el olvido de unas islas que han existido para el Estado solo como tierras baldías, susceptibles de apropiación o, mejor, colonización. Las diferencias culturales, la imposición de modelos de desarrollo en franca desarticulación con las dinámicas de los grupos raizales, los intentos de colombianización, la incapacidad para mantener la integridad del maritorio y la debilidad de las políticas sociales han sido características permanentes de la compleja relación entre el territorio insular y el centro político colombiano.
“De espaldas al Caribe” y ensimismados en su ombligo andino, las elites criollas no han superado la miopía que les impide comprender las distintas maneras en las que los pueblos se relacionan con su entorno. El territorio del pueblo raizal ha sido visto como una cuestión de propiedad. Desde el siglo XIX, los gobiernos neogranadinos han invocado los títulos coloniales heredados de España para definir sus fronteras y “proteger” sus fronteras. Es así como, en una larga disputa limítrofe iniciada en el año 1840, los mandatarios de Bogotá han defendido incesantemente la posesión de las islas a través de la Real Cédula de 1803, a partir de la cual, supuestamente, estas fueron concedidas al virreinato de Santa Fe, junto con las Corn Islands y la Costa de Mosquitos; lugares que, en todo caso, después fueron cedidos a Nicaragua con el Tratado Esguerra-Bárcenas (1928).
Las guerras civiles, las dificultades materiales y el poco interés de incorporar esos territorios “lejanos” al proyecto nacional generaron serias dificultades para construir una institucionalidad con control efectivo. El racismo fue determinante en el devenir de esta relación entre el Archipiélago y la colombianidad. En 1849, Tomás Cipriano de Mosquera advertía, ante la invasión británica en Nicaragua, que poco interesaban los territorios ubicados más allá de Panamá. En sus palabras:
“Poca importancia tienen para la República aquellos lugares que están más allá de la Bahía de Almirante; pero si dejase desmembrar el territorio que le corresponde fijaría un precedente de fatales consecuencias, y acaso más tarde pretendería otra nación introducirse en diferentes comarcas de las que pertenecen a la Nueva Granada y están habitados por indígenas salvajes y poco civilizados” (Mosquera, 1849: 211).
Para mantener un control de facto, algunas misiones fueron enviadas desde el centro, con el propósito de hispanizar y educar a la población en la fe católica. Pero el arraigo de las costumbres y la lengua creole demostraron una identidad ancestral, anglófona y protestante que poco tenía que ver con el pasado colonial español. Cercanos a las Islas Caimán, a Jamaica o a Belice, los raizales mantuvieron relaciones mucho más activas con las demás islas del Caribe que con Cartagena u otras costas colombianas. Colombia parecía un país lejano, y aún hoy lo sigue siendo. Bogotá pertenecía a otra realidad, aunque de allí emanaron las decisiones sobre el futuro de ese pequeño archipiélago.
Siendo una sociedad agrícola y más o menos igualitaria, la declaratoria de puerto libre, ordenada por Gustavo Rojas Pinilla, transformó por completo las relaciones sociales. En lo sucesivo, intervención tras intervención, se afianzaron modelos económicos basados en la inversión financiera, en el turismo comercial y ya después, en la década de los noventa, en el turismo del “todo incluido”. Los cambios físicos se sintieron con el agotamiento de los acuíferos, la concentración de las tierras del centro en pocas manos, el desplazamiento de los raizales hacia las zonas del sur de la isla de San Andrés, la llegada de pobladores del continente y el crecimiento demográfico, con sus consecuentes retos.
La falta de infraestructura hospitalaria, de saneamiento básico y de acceso al agua potable son problemas que persisten, a pesar del aparente auge del turismo y sus rentas. Lo cierto es que esta industria, catalogada como un nuevo extractivismo, en poco ha beneficiado a los raizales. El empleo que genera es mal remunerado y poco cualificado. Las cadenas comerciales asociadas al turismo no reportan valor agregado -los suministros de comidas y licores se importan- y las ganancias no se quedan en las islas ni en sus pobladores. La falta de oferta educativa y los pocos estímulos que los jóvenes tienen para emprender una carrera de educación superior se suma a la irrupción del narcotráfico y de las bandas criminales que se disputan el negocio. El caldo de cultivo perfecto para que una generación completa se pierda en actividades delictivas. Frente a lo cual el Estado responde, por supuesto, con políticas de seguridad y militarización. Nada más que eso.
En suma, no ha existido una política económica coherente con las demandas sociales o que garantice, mínimamente, condiciones básicas para todos los ciudadanos. Tampoco se han diseñado mecanismos de participación efectivos para construir los planes de ordenamiento territorial acordes con las reivindicaciones identitarias del pueblo raizal. En el último episodio del diferendo con Nicaragua, que tuvo lugar en La Haya durante el 2012, no se escucharon las voces de la comunidad para diseñar la estrategia de defensa de Colombia. Así, con los 70 mil kilómetros cuadrados de mar, también se perdieron los bancos marinos más importantes, que servían de sustento a los pescadores tradicionales y daban sentido a una actividad de subsistencia fundamental para su economía.
Pareciera que, para Colombia, San Andrés fuera un espacio vacío, exótico o aprovechable, muy parecido a la visión que tenía Mosquera en el siglo XIX. Las complejas interacciones culturales que tienen lugar allí no son consideradas en su multidimensionalidad. La matriz colonial y colonizadora no ha desaparecido. Así como tampoco se consideran alternativas de desarrollo que beneficien a la población y permitan un crecimiento sostenible de la economía. Subsidios asistencialistas y pequeños proyectos de infraestructura y “embellecimiento” no son suficientes para reparar las acciones y omisiones de los gobiernos.
La protección de la riqueza humana y cultural debería ser una prioridad, según los compromisos internacionales que se han adoptado en materia de derechos de los pueblos indígenas, de los Objetivos De Desarrollo Sostenible e, incluso, de política ambiental. En las cumbres climáticas, Colombia se ha destacado por abanderar el discurso de la adaptación y mitigación frente al cambio climático en los territorios más vulnerables y desiguales. Incluso, la participación del país ha sido muy activa en la búsqueda de fondos para financiar proyectos de este tipo. Sin embargo, eso no muestra una correspondencia con los planes de riesgo y atención a emergencias para ecosistemas frágiles, como el Archipiélago.
La ausencia de albergues, de suministros médicos, de planes de evacuación, entre otros aspectos, revela que los discursos son vacíos cuando no hay acciones concretas para los riesgos reales. Si en la normalidad no hay condiciones suficientes, en la emergencia estas carencias se agudizan. Esta puede ser una oportunidad para superar el colonialismo que ha caracterizado la visión de Bogotá frente a la región insular; pero falta ver cómo se gestionará la reconstrucción de las islas, la manera en que se construirán las nuevas viviendas y el grado de participación que tendrán los ciudadanos, y sobre todo el pueblo raizal, en dicho proceso.
Referencias bibliográficas
Mosquera, Tomás. (1849). Memorias del Ministerio del interior y lo exterior al Congreso de la Republica de 1849. Bogotá: Imprenta Nacional.